Una genealogía del cling cling cling

Bombos y redoblantes, cubiertas quemadas, piquetes, murgas. Marchas del silencio, marchas de velas en la noche. Apagón. Discursos, cantitos. Los cortes de ruta de los pobres (2001) y también de los ricos (2008). Las carpas en las plazas, blancas y negras. Desde la recuperación de la democracia, los argentinos inventamos mil formas de demandar en el espacio público. Pero nunca, hasta el corralito, se nos había ocurrido producir un ruido tan irritante como el de las cacerolas. Y tampoco hubo forma de protesta que fuera tan bien recibida por las pantallas de TV.

Un cuentito

Le cambiaron la función. Pasó de ser obsoleto a ser redundante. No fue el único: el capital no puede caminar si no es aumentando la productividad en el trabajo. Camina sustituyendo carne por máquina. (Cae la pregunta: ¿y qué vamos a hacer con esa carne, cada vez más, cada vez más sobrante?).

Engordó en sus horas sin tarea, las mañanas sin motivo lo deprimieron. Cualquiera hubiera dicho que iba a romperse cuando lo echaran, indemnización included; fue al revés: miró al futuro con exasperada esperanza,
por sí mismo iba a cumplir con el desafío contemporáneo. Iba a tener éxito. Solo. Como en las revistas, en la tele, en la radio, en la jalea de sonrisas de las estrellas. Porque, como ellos, él no era impotente.

Al tipo no le fue muy bien. Una modalidad fiscal, el monotributo, no implica que uno mute de manso cuerpo en su puesto de trabajo a voraz y alerta animal del mercado. El mini emprendimiento después fue kiosco, después fue remís, después fue nada. Tiró así unos cuatro, cinco años. El tipo, que era cajero bancario humano antes de los cajeros bancarios digitales, creyó que no estaba apto para competir. La misma sustitución corrieron los telefónicos, los empleados del correo, tantos otros. El tipo se pensó incompetente. Y sintió terror.

Con el tiempo, la casa de sus padres iba a ser suya. La heredó en el 2000, cuando en su propia casa había que hacer malabares salariales para no reventar. Las cosas estaban fuera de lugar: enviar a la nena señorita a Disney era más fácil que imaginarse cómo sostener su educación después del secundario. Los precios no aumentaban, pero el bolsillo estaba cada vez más flaco. Si todo en el super valía lo mismo de siempre, la culpa de lo que hay en mi billetera es sólo mía, razonaba el tipo: pocos modos tan atroces como éste tuvo la Convertibilidad para encarnarse.

Vendió el hogar de su infancia y depositó la guita en el banco. En 1989 había aprendido que convenía usar dólares para eso. A las pocas semanas, en la madrugada (no tenía por qué levantarse temprano) escuchó en el programa de Daniel Hadad cómo Antonio Laje inventaba un término que se volvería imperecedero: el gobierno iba a implementar un “corralito”. No terminó de comprender muy bien el asunto. Cavallo se suponía había llegado a poner las cosas en su lugar. Todo era traición.

La fachada de su banco tenía las persianas metálicas bajas, un matón en la puerta. Había perdido su plata en una fortaleza extranjera. Ese depósito era su único reaseguro para no irse a la B. En su cabeza lo perseguía
una hinchada yuppie “¡Vos sos de la B, vos sos de la B!”. Quedó impávido mirando el laminado gris, caliente por el sol de diciembre. Apoyó la frente un segundo sobre la chapa, recordó además cómo era trabajar en ese lugar, tomó un pequeño impulso con el cuello y le dio un golpecito de testa. Repitió el movimiento. Cada vez más fuerte. Se detuvo, bañado con su sangre bajo la hoguera del mediodía. Trastabilló, una cámara lo estaba filmando. Cuando se vio borroso, reflejado en la lente, multiplicado en miles de livings, volvió en sí. Y recién en ese momento oyó los martillazos a la persiana que le daban otros, como él. Y el ruido de las cacerolas, en la vereda.

En la calle

Muchas fueron las formas para expresar demandas en el ágora post dictadura. Hemos caminado en ronda silenciosa hasta el momento de los discursos, hemos batido bombos partidarios, hemos recitado la Constitución, hemos cantando consignas contra la Reforma del Estado. Hemos inventado letanías repetidas hasta el agotamiento, como el “Jubilados, 450” con el que Norma Plá reclamaba un aumento. Hemos integrado masas compactas y silenciosas para fisurar la impunidad de los viscosos violadores niñitos bien de las provincias. Hemos rechiflado por los atentados a la Embajada y la AMIA. Hemos puesto carpas por la educación. Hemos decidido cubrir nuestras caras, para no terminar a los pocos días bajo las balas oficiales, y llevar elementos de autodefensa para frenar las infiltraciones y resistir a la montada. Y hemos batido cucharas y cacerolas por los ahorros perdidos.

Los cacerolazos comenzaron en las puertas de los bancos mucho antes del 19 y 20 de diciembre de 2001. También antes se había iniciado la proliferación de marchas piqueteras y cortes de ruta. En los últimos ya pesaba el yunque del abandono, en los otros el terror frente a la caída, finalmente materializada. Sólo desde ese punto de vista se puede comprender que, después de los días de la explosión, retumbara la consigna “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Por una vez, ambas expresiones, ambas clases, confluían en el mismo punto, la intemperie de un calle.

La marea que el 19 de diciembre brotó en la calles de la Capital, como respuesta a la declaración de Estado de Sitio por De la Rúa, se prestó para que los medios pudieran deglutir apropiadamente el hervor de protestas de la época. La imagen del cacerolazo quedó atada a la idea de espontaneidad como virtud republicana máxima de una movilización. Algo de eso hubo, más allá de la explosión de reenvíos de mails en la jornada, inmediatamente después de la última cadena nacional del presidente (en un tiempo donde el concepto de redes sociales digitales era desconocido y el uso del celular, un privilegio). Detrás del impoluto espontaneísmo apartidario cacerolero –según la valoración televisiva– quedaron ocultas las otras expresiones, aquellas que más sufrieron el festival represivo del 20 de diciembre, aquellas más organizadas, más abandonadas, que perduraron, se consolidaron y transformaron en el tiempo.

La oreja y la voz

Los motivos del 8N tienen una raíz y una desesperación de otro orden. Difícilmente haya habido en las diferentes plazas del país desempleados o famélicos, reprimidos o expulsados. Puede ser que el tipo que abolló su cabeza o martilló enfervorizado la persiana de un banco en el 2001 hoy esté reclamando porque los vagos que lo asaltan son mantenidos por los planes sociales que él paga con sus impuestos, después del ciclópeo esfuerzo que hizo solito para salir del pozo. Sea: ya no hay lugar alguno allí para la comunión con el piquete. Sin embargo, en la genealogía del 8N no se puede negar la presencia del 2001. Ese acontecimiento, tal como fue relatado, permite ser apropiado como gesta propia por quienes se movilizaron ese día. No sólo se trata de la repetición del cling cling cling –que no es dato menor: ninguna otra expresión de protesta había retomado el método con tanta adhesión– sino también de la naturaleza de sus deglutidos valores políticos: desconfianza sistémica por el orden representativo, desprecio absoluto por las formas organizadas, espontaneísmo, expresión individualizada de las consignas, marcado recorte de clase. Posiciones sobre la política que llevaron al agotamiento de la mayoría de esas organizaciones tan celebradas que alguna vez se llamaron Asambleas Barriales.

Tres elementos demarcan el reclamo reciente. El primero y principal, no más Cristina (ver Pausa #102), fue efectivo para cerrar el escenario político partidario en vistas a las próximas dos elecciones. Los otros dos –inflación, seguridad– merecen ser atendidos en su dimensión concreta más que como distorsión discursiva, falsa conciencia en acto proferida por una caterva de alienados: no va a ser comparando los índices de seguridad urbana en nuestro país y en el resto del mundo –que demuestran que la violencia en Argentina todavía está en pañales– o cómo el salario real aumentó un 35% entre 2005 y 2011 –medido por los institutos provinciales de estadística que usan la metodología previa a la intervención del Indec– que las demandas cesarán.

El objetivo, en verdad, es comprender la demanda en aquello que está más allá de lo que se expresa.

Tomadas en su literalidad, toscamente, se estaría pidiendo una normalización del Indec, terminar con las regulaciones de la Secretaría de Comercio Interior (y con su secretario, Guillermo Moreno) y, acaso, una reducción de la emisión monetaria o el gasto público; cárceles con capacidad indefinida y creciente de presos, y más policía en la calle. Realizar esa lectura implica una miopía que, en una ucronía, hubiera sido equivalente a retirarse del Estado, cerrar las instituciones y disolver absolutamente los partidos porque
la plaza reclamaba “Que se vayan todos”. O, en otro sentido, hubiera sido como creer que había que reformar la Constitución y entregar todo el poder a las Asambleas Barriales.

Más que oír cómo el reclamo es digerido por las cámaras, y actuar en consecuencia, quizá sea hora de plantear con más precisión qué tipo de política nueva hay que producir para la policía y las góndolas. El kirchnerismo se amasó a sí mismo a partir de la capacidad de escuchar la demanda real detrás de lo literal que expresaban las consignas del 2001. Esa es la oreja que puede disolver el malestar cacerolero. (Esa escucha no tiene por qué estar necesariamente en el oficialismo, así como tampoco todavía la tiene
totalmente negada).

En este momento, donde la confrontación por la aplicación de la Ley de Medios parece cubrir todo el espectro del debate público, el arco partidario está enfrascado en pensar el 8N con las palabras que los medios le proveen. La única voz que puede ganar en ello es entonces aquella que pueda erigirse desde el
impoluto afuera de la política. Esa voz tiene un nombre y un apellido: Mauricio Macri.

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