Resurrección en la carretera

En caminos riesgosos, una serie de eventos desafortunados
resulta en nuevas amistades.
Por Pato Che
Cuando atravesamos los límites de la selva tabasqueña hacia
los cañaverales veracruzanos, Emma exclamó “¡Qué linda ruta!”, sin saber lo que
nos esperaba un poco más adelante.
En mis labios, se dibujó una sonrisa cómplice, ya que era la
primera vez que me adentraba en Veracruz, uno de los pocos estados de México
que los neumáticos de Adelita no habían pisado. En la retaguardia, Robert y
Chai admiran desde el vocho* el nuevo diseño de la combi, que despierta la
admiración y los bocinazos de los demás conductores.
El anuncio no fue de buenaventura para la eficacia mecánica de Adelita, que hizo rezongar a los viajeros en su paso por el estado costero.
Pero la alegría duró poco. A pocos kilómetros de llegar al
Puerto de Veracruz, me equivoco de la salida y cuando trato de volver a la ruta
principal, el motor de Adelita se muere. Fue entonces que me percaté de que
habíamos roto la única regla de oro de los caminos mexicanos: nunca viajar de
noche.
Por más que muevo cables y aplico técnicas de resurrección,
Adelita no responde. Por fortuna, a unos metros hay una caseta de peaje, cuyo
operador se compromete a echarle un ojo a nuestra nave varada, a cambio de un
billete de cincuenta pesos.
Después de transbordar las pertenencias de valor,
continuamos en el vocho, que ahora va repleto de mochilas. Más adelante, se
divisan luces de patrullas. Al bajar la velocidad, asistimos a un espectáculo
de horror que ya es común en las rutas del país: un cadáver yace sobre el
pavimento.
Nos esforzamos por ver algún vehículo accidentado, pero como
no aparece, confirmamos que se trata de otra víctima de la sangrienta guerra
que azota a México. “Mañana saldrá en el diario”, pensamos ilusamente.
Ángel de la colina
Arribamos al puerto de madrugada. Al otro extremo de la
ciudad nos espera Abel, el couch surfer* que nos hospedaría solo una noche, ya
que pensábamos continuar hacia Poza Rica al día siguiente. Allí nos espera la
familia del doctor Nacho Espinosa para rodar un documental sobre Yatrogenia (el
daño que provocan los médicos). “No se preocupen, síganme”, dice Abel ante la
cascada de disculpas. Aun no lo sabemos, pero este fin de semana santo, él será
nuestro ángel.
El camino hacia Colinas de Santa Fe, en las afueras de la
ciudad, está igual de oscuro que la ruta en la que dejamos Adelita, pero en el
café de Abel nos aguarda una bienvenida de lujo.
Nuestro anfitrión le resta importancia al percance mecánico
y nos prepara unos sándwiches con gusto a gloria. Mientras tanto, nos pregunta
acerca de nuestra travesía y nos cuenta que está apunto de casarse. También nos
confiesa que su pequeño café no le da para vivir, pero lo mantiene por el
placer de cumplir su sueño y ayudar a un par de estudiantes que trabajan ahí.
Estamos con la persona correcta.
Estación condena
No sé si fue por el toque de amaretto, pero los capuccinos
con los que nos despiertan nuestro ángel y su prometida, Jessica, nos parecen
los mejores del mundo. Una tanda de crepas de mermelada y Nutella completan el
menú energético. Es hora de ir a rescatar a Adelita.
El cuñado de Abel, que sabe de mecánica, se suma al equipo
de rescate, pero en vano: el milagro no se concreta. Probamos una batería, la
otra. Una bobina, la otra. Nada. Adelita se rehúsa a salir del letargo. En el
pueblo siguiente hay un taller, pero... ¿cómo llegar? Abel, su cuñado y hasta
un policía que cuida las casetas (¿sólo de día?) empujan a Adelita para
incorporarla a la carretera secundaria, donde la podemos remolcar con la
camioneta de nuestro anfitrión, sin que nos vean los federales (policía
caminera).
En el poblado nos espera Jorge, el mecánico que hace rato
nos prestó una bobina e incluso nos ofreció la compañía de un agente de
tránsito al que le reparaba su vehículo. “Si los para la policía, con él no van
a tener problemas”, me dice.
Estación calvario
Dicho y hecho. El agente saluda desde la ventanilla a su
colega y Adelita continúa arrastrada con una soga improvisada, que justo se
rompe sobre las vías del tren. Horas más tarde por allí pasará La Bestia, el tren colmado de
migrantes dispuestos a atravesar la más cruel de las pesadillas para alcanzar,
si tienen suerte, el sueño americano.
Jorge sabe de todo: mecánica, electricidad, cerrajería, pero
no puede encontrar el problema de Adelita. “¿Seguro que tiene gasolina?”,
pregunta, mientras desconecta la manguera del combustible, que no escupe ni una
gota.
El tablero no tiene el respectivo marcador, así que me rasco
la cabeza sacando cálculos y caigo en la conclusión de que si el tanque está
vacío, entonces venimos gastando mucho más de lo normal.
La nafta llega, pero Adelita no arranca. “Es la marcha”,
dice Jorge, y se pone a desarmarla. Por suerte, hay un Autozone abierto hasta
tarde y al filo de la medianoche del viernes santo, el motor vuelve a rumbar
como si fuera nuevo.
Estación consuelo
Pero los problemas mecánicos estaban lejos de desaparecer.
El sábado santo, es el vocho el que decide no seguir. Robert se quedó en medio
de una avenida, luego de tomar un camino alterno para no pagar peaje. Sin
dinero y sin celular, no le quedó otra que tomar un taxi en busca de nuestra
ayuda.
Adelita se apresura para auxiliar al “vehículo de auxilio”,
antes de que se haga más de noche, pero Robert se desorienta y acabamos en las
inmediaciones de un pueblo aun más alejado, donde, ¡oh Dios de los motores!, la
combi se vuelve a apagar.
“¿Qué hacen en la carretera a Cardel?”, pregunta Abel
anonadado. “Ya voy para allá, es muy peligroso”.
Dudamos, pero decidimos dejar a Adelita, otra vez, en la
oscuridad total. Por lo menos es en la puerta de un rancho. Al llegar al escarabajo,
nos damos cuenta de que ha sido visitado por los amantes de lo ajeno. El
recuento de daños no es tan malo, solo unas gafas y algún que otro objeto que
estaba a la mano. Los papeles, milagrosamente, siguen ahí.
El domingo de Pascua, Jorge nos acompaña a rescatar a
Adelita, lo cual nos consume toda la mañana y la tarde, pero finalmente, para
cuando cae el sol, los dos coches están pidiendo pista.
Resurrección
A pesar del cansancio y del hastío de un fin de semana entre
grasa y herramientas, quisimos pagarle a Abel con un show callejero frente a
Café Colinas. Nuestro amigo recorre las calles con un altavoz, invitando a la
gente del barrio, que poca idea debe tener sobre lo que es la danza aérea.
Doy la bienvenida, mientras Emma y Robert se alistan para subir
a la tela, la cual pende de una estructura metálica de seis metros de altura
que viaja, créase o no, en el techo de Adelita.
La cámara de video, que está en manos del hijo del mecánico
-quien de ninguna manera quiso perderse el show- graba a un público tímido que
presencia la obra improvisada del colectivo Pies que Vuelan, el brazo artístico
de Polo a Polo.
Después de las acrobacias y los malabares con fuego, la
gente se relaja y acepta la invitación a ser protagonistas. Un niño corre hacia
nosotros para entregarnos unas monedas que le dio su padre. Intentamos
convencerlo de que no hacemos esto por dinero, pero su mirada nos obliga a
aceptarlo para no quebrantar la ilusión.
Ese gesto y las sonrisas de Abel, de Jessica –con Abelito en
camino– y de los trabajadores del Café Colinas, quienes nos atendieron de
maravilla, sepultan el sufrimiento de nuestro viacrucis mecánico.
La pequeña odisea nos deja una lección valiosa: si nuestro
sueño vuela alto, es gracias a las alas de todos esos ángeles que nos apoyan y
protegen de una u otra manera. A todos ellos, nuestro más profundo
agradecimiento…
*vocho: Volkswagen sedán, propiedad de Mihi. Viaja como
vehículo de auxilio.
*couch surfer: miembro de la comunidad Couch Surfing, en la
que se ofrece o se pide alojamiento.
Publicada en Pausa #124, miércoles 23 de octubre de 2013

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