A dos aguas: Naturaleza

Por Fernando Callero
[Capítulo anterior: Un cañón]
Naturaleza. Una palabra linda, parecida a maleza, que es la
parte del pasto que más me emociona. La que despunta salvaje en los terrenos.
El césped me parece una mariconada. Salvo en las canchas,
donde funciona para regular el tranco de los deportistas, la gramilla rala y
prolija de los parques me deprime. Todos los panes que garpé para mi jardín,
mientras construía mi casa, ahora, al cabo de tres años, reventaron en
variedades autóctonas mucho más copadas: el cardo azul, de cabo prismático; el
diente de león, amarillo y enseguida pompón blanco y volátil; el maicillo,
pertinaz y silbador; las flechitas; el abrojo; y al ras de algún clarito, el
rojo común de las retamas.
La naturaleza es una idea, un concepto, que como casi todo
gran ideal viene a dar cuenta de una destrucción. Sólo lo perdido puede
funcionar como valor paradisíaco, igual que la infancia. Así también el agua,
cuando pasó de ser el nombre de un elemento para significar un problema.
El agua dulce escasea, sobre todo en el norte, mucho por contaminación
y otro tanto por alteraciones climáticas. En España, depende la zona, el agua
potable cotiza al igual que cualquier otro producto de consumo.
En la época de los exilios económicos, umbrales del 2000, un
mito que se transformó en clásico fue que en los baños de las discotecas no
había agua potable y que en la barra una botella chica cotizaba a 10 euros o
más. Y no era sólo para especular con la sed sin freno del cluber pastillero,
que necesita hidratarse continuamente, sino porque ya el agua había ingresado
al repertorio de recursos escasos (como el amor, diría Mario Bunge): una
mercadería de lujo.
En esta zona del mundo, el agua todavía sostiene su emporio
invisible. El acuífero guaraní “preservado” a la altura del Chaco por un
proyecto muy sospechado del ecologista yanqui Douglas Tompkins es un caso
paradigmático de control masivo de un recurso. El viajero que llega a
Concepción, Corrientes, y quiere aventurarse en los esteros, debe hacer un
rodeo enorme para poder ingresar, pagando, por supuesto, una tarifa.
Pero acá nomás, en Santa Fe, el ser del agua y el ser de la
ciudad se yuxtaponen. Vivimos sobre uno de los lechos de río más grandes del
mundo. Y el agua tiene un signo ambiguo, entre ser un tesoro altamente
codiciado y su poder destructivo en épocas de crecida. Con esto se da el
amor-odio al agua.
Llueve hace tres días. Tengo miedo.
Publicada en Pausa #126, miércoles 20 de noviembre de 2013

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