A dos aguas: Un cañón

Por Fernando Callero
[Capítulo anterior: Dos planetas azules]
El Uruguay baja limpio por un lecho de basalto. El  agua es clara y deja un regusto ferroso al
volver de cada zambullida. Yo soy gordito y no tengo bici. Mi prima sí. Una
siesta nos prestan una cámara de camión y nos perdemos río adentro. Estamos
acampando a la altura de La
Tortuga Alegre. De un lado está Concordia, del otro Salto,
Uruguay, con su puerto parecido a un tata dios plantado en sus patitas flacas.
Antes de la represa era otra cosa: Federación existía, el
Salto Grande era todavía un pensamiento colectivo por donde repuntaban los
grandes bichos. El dorado. La dicha de mi papá. Los poemas de Salto Grande, de Daniel
Durand.
Después, en los 80, aparecieron los camiones Terex,
amarillos, con sus tremendas patonas y sus cabinas chiquitas montadas de un
solo lado. Las excursiones escolares donde se perdieron tantos tuppers de jugo.
Y tanta guita al pedo de las cooperadoras.
Hace poco unos geólogos, los doctores Daniela Kröhling y
Martín Iriondo, descubrieron que en su lecho se abre un gran cañón, unas diez
veces más profundo que el río, algo inaudito. Tratada con cloro en los
piletones, esa agua va a la red de dónde sale con un gusto, para mí,
inexpresable, porque me formé con él. O sea, para mí esa es el agua. Y cuando
trato de pensar en la huella que ha afirmado en mi memoria, no se me ocurren
adjetivos sino imágenes asociadas. Mi abuela Negra cocinando con el ramo de
perejil en un charquito de agua en la mesada, la canilla silbando continuamente
porque casi todas las operaciones culinarias la requieren. El agua es el alma
de la casa. Y el bandazo que sale de la olla cada vez que ella revisa su
puchero “sanito” hecho con bifes porque el caracú tapa las arterias. Eso, más
el apio roto para el caldo y el rojo del morrón, se me presentan en simultáneo.
Y el sabor del agua está ahí, entreverado en ese bosque de multifunciones,
imposible aislarlo desde mi perspectiva. Tendría que viajar y hacer la
experiencia, pero nada de lo que vengo apuntando procede de esos modos de
inferir, así que nada.
El ser de cada cosa se revela en lo distinto, pero ese es un
ser científico, flaco y trémulo. Yo no sé qué puta hacer con mi vida: tengo
edad como para fecundar óvulos, regar con leche todo, pero me falta un
propósito. Lo voy a buscar. Tomo vino rosado en la plaza Zorraquín, con soda.
Todavía quedan unos almacenes alrededor. Botella verde, de litro. Un eclipse de
luna frente a las torres naranjadas del Fonavi. Ahí vive esa gurisita rubia que
se cambió al Nacional. No le daba más el cuero. Era muy rara. Ahora no me
acuerdo el nombre, pero en la próxima columna sí.
Publicada en Pausa #125, miércoles 6 de noviembre de 2013

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