Abuela Zakíe

Otro yo mismo, por Mari Hechim
A los 16 años, me tocaba ir a dormir a la casa de la abuela
Yaka de vez en cuando. Ella estaba sola y nos turnábamos, las hermanas, para
acompañarla. No recuerdo que fuera todas las noches o si fue un tiempo, hasta
que una tía y su familia se fueron a vivir con ella.
Era una tarea que yo cumplía con cierta felicidad. Ella era
la abuela que, viuda, a los 30 años y con tres hijos, se cruzó el océano
viajando en tercera desde el lejanísimo Líbano hasta acá. Mi viejo, el menor de
los tres, contaba que los chicos bailaban en el barco para conseguir unas
monedas.
Había enviudado de un señor Hechim que viajó por negocios a
África y nunca volvió. Yo contaba alegremente en la escuela primaria que a mi
abuelo se lo había comido un león. Pero parece que sólo había muerto de una
insolación, según la leyenda familiar.
Ya en la
Argentina, se las arreglaron. Todos trabajaban, hasta los más
pequeños, y fueron haciendo sus vidas.
Mi abuela Yaka se volvió a casar con don José, que fue el
abuelo que tuve. Como mi hermano nació cuando yo tenía un poco más de dos años,
me mandaban siempre a la casa de los abuelos, que vivían allí a la vuelta. Así
que me crié en dos casas. En la casa de ellos había un jardín, en la entrada.
Sobre la puerta crecía una enredadera que daba rosas blancas en primavera.
Había cascadas que daban flores rosadas, jazmincitos, y, entre las plantas y
algunos yuyos, goteaba una canilla que formaba un sendero de agua que yo miraba
correr con mucha atención. Y bajo la ventana del dormitorio, había un banco
tipo de plaza, pero con azulejos de colores, en donde me gustaba sentarme
percibiendo, en silencio, la multitud de olores, colores y sonidos que surgían
del jardín.
Los abuelos me amaban. Me decían “Fatum Boro”, no sé si así
se escribe: así sonaba. ¿Quién era Fatum Boro? “La mujer más hermosa del
Líbano”, decían. “Aquí llegó Fatum Boro”, decía la abuela mientras buscaba en
el mueble una copita para tomar anís.
La recuerdo ahora mirando, absorta, una novela en la
televisión, toda entregada. Y recuerdo una danza increíble cuando yo llegué de
Mendoza, que se bailó desde la puerta de entrada de mi casa hasta la cocina,
canturreando, balanceando sus enormes caderas a los 80 años.
Ella no sabía que yo había estado en la cárcel; le habían
dicho que estaba estudiando en Mendoza. Siempre mandaba unas líneas para ella
cuando le escribía a mis viejos, cuando todavía se podía mandar cartas y ella,
analfabeta en árabe y en castellano, iba a casa de los vecinos pidiendo que le
vuelvan a leer los saludos y abrazos que yo le enviaba.
Pues, cuando iba a dormir a su casa, me encantaba que me
contara historias de cuando ella era joven. Que el nombre de su madre era
Shmune, de cómo le vino la menstruación estando sola en el campo y el susto que
se pegó. Si le dolía un poco la cabeza, se ponía un trapo mojado sobre la
frente y cerraba los ojos, acostada a mi lado, y contaba cosas hasta que
terminaba farfullando en árabe y se dormía.
Esa noche yo le pregunté si se había casado enamorada de don
José. Ella levantó una punta del paño que tenía en la frente, me miró un ratito
y dijo:
—¿Enamorada? —pensé: ¿no entiende la expresión?
Y siguió:

—Entre lavarle los calzoncillos sin estar casada, y
lavárselos estando casada...

Publicada en Pausa #131, miércoles 9 de abril de 2014
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