¡Hechim, visita!

Otro yo mismo, por Mari Hechim
La vida transcurre fuera de la cárcel. Puertas de hierro
adentro, es semimuerte. Todo se vive como en un sueño enfermo, que ciñe en
impotencia la necesidad de la libertad. Hay algo de desnudo y de obsceno en esa
imposibilidad, que reduce a un ser humano a una cosa que se arrastra. Sin
embargo, de vez en cuando,  el afuera, en
forma de cartas y visitas, hace presente un hálito de lo que quizá nos espera
y, por un momento, hay apertura y amor y es fácil erguirse y sonreír.
Las presas comunes saben que cada mañana alguien las ha
recordado, y, el día domingo, es cosa de atarearse en ropas bonitas y pintura
de labios para recibir al hijo, a la madre, al amigo. Las políticas, mucho
menos. Hasta antes del golpe del 24 de marzo una vez por mes llega mi viejo, o
los padres de alguien, y se comparten almuerzos, abrazos, noticias. La fiesta
posterior, de abrir paquetes y encontrar manjares y libros, es comunitaria y
consuela.
Pero los compañeros, que son parte del alma, imposible. Cada
organización prohíbe en forma terminante cualquier contacto: el riesgo sería
grande. Así, quizá lleguen periódicos reducidos al tamaño de un paquete de
cigarrillos, o algún documento. Pero ni cartas, ni visitas, jamás. Hay muy
pocas maneras de nombrar ese horror. César Vallejos, que en miles de poemas usa
un lenguaje casi hermético, lo manifiesta al decir, en forma inusualmente
concisa: “Oh, las cuatro paredes de la celda”.
Por eso, cuando una mañana sale un grito de la guardia,
“Hechim, ¡visita!” se me hiela la sangre. ¿Visitas? Si mi viejo estuvo la
semana pasada. Si en Mendoza no hay nadie que me conozca. ¿Me sacarán quién
sabe para qué? La intriga puede más que el temor y me lanzo hacia adelante,
hacia lo que ojalá no sea ominoso, y ya desde la galería la veo paradita junto
al portón de la guardia, en el salón de las visitas. Es la Cheli. Me salta el
corazón, como quien dice, dentro del pecho. Ahí está, con las manos metidas en
el sacón negro, con el largo pelo rubio cayéndole sobre los hombros, la sonrisa
temblorosa. El abrazo fue interminable. Pero, cómo, ¿cómo? La tomo de los
hombros, “Loca”, le digo. Se ríe: “Dije que era tu prima”. “¿Así nomás? ¿Y los
cumpas, cómo te dejaron?”. “No, no”, dice, “nadie sabe”. La alegría nos hace abrazarnos
a cada rato, nos decimos mil cosas atolondradas en pocos minutos.
Cuando se va, me quedo feliz de su impetuoso coraje, yendo
con ella caminando hacia el portón de salida, abrazadas.
En Pausa #141, miércoles 10 de septiembre de 2014. Pedí tu
ejemplar en estos kioscos.

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