Los libros, los boludos y un Cristo

Variopinta, por Federico Coutaz
Boludo es el que presta libros y el que los devuelve, cada
tanto repite alguien con la sonrisa estúpida de los que pretenden conocer todos
los trucos de la vida. Por lo general, gente miserable y con pocas luces. No me
consta que sea boluda la gente que presta libros ni la que los devuelve, ni me
molesta, en tal caso, contarme en ambos grupos. Sí me consta, en cambio, que
suele ser notablemente boluda la gente que actualiza esa frase y sospecho que
es la misma que, en la infancia, jamás prestaba sus juguetes bajo la irritante
excusa de que sus padres no se lo permitían.
Hay quienes aman sus libros y les angustia perderlos; jamás
les pido uno y, en caso de aceptar uno prestado, procuro devolverlo. Hasta
entonces, me parece un objeto extraviado que quiere volver a su exacto sitio.
Sin embargo, mis mejores amigos practican una forma de propiedad colectiva de
los libros, en la conciencia de que hay pocas cosas más felices para compartir
con la gente más querida. Compro libros frecuentemente y nunca se amontonan en
mi biblioteca hasta rebalsar.  Un libro,
si vale, tiene un recorrido misterioso que hay que saber permitir. Prefiero,
siempre, un libro usado, transitado, a uno nuevo.
También me resulta extraña la cláusula según la cual robar
libros no es robar, no creo que quienes la profesan acepten de buen grado ser
saqueados. Recuerdo haber robado un libro una vez, la justificación, atendible,
creo, fue que en otro momento había sido un libro mío, de los dos o tres que
jamás había prestado. Lo encontré en una biblioteca de alguien a quien no
recordaba habérselo dado y me dio pudor reclamarlo. La primera vez lo había
encontrado en una feria americana en algún pueblo de Córdoba, lo compré por el
título y sólo después advertí los detalles de 
la ilustración de tapa. Jamás pude pasar de las primeras páginas, pero
lo guardo con cierto recelo. La edición es de 1936, de la amable editorial
Claridad, el autor es un brasileño que se llamó Aníbal Vaz de Mello. “Cristo el
anarquista” reza el título, sobre el cual se ve la figura de un cristo obrero,
en una montaña, con melena y manto rojo tironeados por el viento, contemplando
una ciudad que parece Nueva York. En su mano derecha sostiene una bomba redonda
con mecha, como la de los dibujitos animados, humeante y a punto de ser arrojada.
En Pausa #141, miércoles 10 de septiembre de 2014. Pedí tu
ejemplar en estos kioscos.

Dejar respuesta

Por favor, ¡ingresa tu comentario!
Por favor, ingresa tu nombre aquí