La primera denuncia contra el arzobispo Edgardo Storni fue en 1993. Rubén Descalzo, un joven seminarista, lo acusó de abuso sexual. El Vaticano ordenó una investigación interna, pero la Justicia provincial no se hizo eco. Recién a principios de 2003 –unos meses después de que el caso llegara a los principales medios nacionales a partir del libro de Olga Wornat– el juez de instrucción Eduardo Giovanini procesó a Storni. El magistrado murió poco tiempo después y la causa entró en una maraña judicial que recién se resolvió a fines de 2009, cuando la jueza María Amalia Mascheroni dictó sentencia: ocho años de cárcel por haberlo hallado culpable del delito de abuso sexual agravado. Para entonces, Storni –que había renunciado a su cargo en 2002– ya gozaba de una jubilación de privilegio y estaba instalado en una quinta en La Falda. Su sucesor, José María Arancedo, nunca se manifestó en contra de Storni; al contrario: en 2010 lo defendió en público cuando opinó que su caso no podía considerarse un abuso sexual. El viernes 29 de abril de 2011, la Cámara Penal de Santa Fe anuló la sentencia de la jueza Mascheroni y ordenó que se dicte un nuevo veredicto. El abogado del ex arzobispo, Eduardo Jauchen, opinó que la decisión judicial “implica que Storni es inocente”. 

El 13 de octubre de 2016, 23 años después de la primera denuncia, se supo que los herederos del fallecido ex arzobispo, y el Arzobispado de Santa Fe, fueron sentenciados a pagar 756 mil pesos a Descalzo por los daños y perjuicios que Storni le produjo. Storni falleció el 20 febrero de 2012.

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Una comunidad se construye por sus experiencias compartidas en el tiempo. Cualquier comunidad, la que sea. Y esa comunidad se percibe a sí misma cuando una emoción la embarga.

Usted llora un muerto. En su hogar hay dolor. En otras casas también, y por el mismo muerto. En ese pequeño momento, todos los que lloran se hacen presentes entre sí, así sus cuerpos no estén juntos; viven lo mismo, cada uno a su manera. Son una comunidad familiar. En ese dolor, el amor de la comunidad salva. La llamamos familia, así no corra sangre por los lazos. Entre la familia las experiencias intensas son más repetidas. En toda la diversidad que tienen las experiencias.

Un hincha de tu equipo te consuela en la mala. Festejan juntos en la buena. Es una comunidad más leve; hay diferencias de intensidad. Se puede vivir a través de los medios (es espectacular) o en una corrida letal alrededor de un estadio. Implica hoy millones de millones de lo que sea: dinero, personas que gritan gol en un coro único y voces de los que hacen eso por su cuenta. Los que ríen jugando al fútbol en las canchas de alquiler.

Las comunidades tienen diferentes extensiones. Y diferentes modos de percibirse, algunos muy poco frecuentes. Siguiendo con el fútbol, allí está la indestructible quietud urbana del 4 a 0 con Alemania en el 2010. Siguiendo con la muerte, es obvio señalar la congoja que reunió a las diferentes comunidades políticas alrededor de los líderes fallecidos. Y sus duelos.

De aquellas emociones que hacen visible a una comunidad quizá la menos admitida sea la vergüenza. La vergüenza involucra al propio cuerpo justo en la situación en que uno querría desprenderse de él por un ratito, porque no se puede soportar una mirada externa que lo ve, que lo domina, que lo condena. Así es como la vergüenza se exterioriza a pesar del cuerpo. El cuerpo traiciona al vergonzoso. Es todo lo opuesto a un grito de gol, también al llanto triste o alegre, que siempre es una liberación. Un calor aparece, incomoda, toca, enrojece el gesto. La vergüenza expone lo que no asumimos, nos entrega y adhiere a aquello que no terminamos de aceptar como propio. Ese placer por tocarnos de cierto modo. Esa traición que a veces creemos no haber cometido nunca y que mantenemos escondida.

Recuerdo que hacía frío y que todos los que desandaban la peatonal parecían ir desnudos. (La vergüenza también tiene esa particularidad: sólo puede ser narrada en primera persona). Era 2002. Cada dos cuadras, exhibida como proclama, estaba la portada púrpura de Nuestra Santa Madre, de Olga Wornat. Era la vedette de los kioscos. El libro escrito por una cordobesa para una editorial grande con sede en Buenos Aires y distribución nacional, con prólogo de Jorge Lanata. La mirada externa condenatoria que por un momento hizo que la comunidad local se percibiera a sí misma. A través de la vergüenza.

Delante del libro me inundaron las historias escondidas; circunstancias guardadas, olvidadas, jamás percibidas en su plenitud. Recordé cómo mucho tiempo atrás, en los 80, hacíamos chistes en la práctica deportiva infantil y en el aula sobre los goces abusivos de Edgardo Storni. Era un rumor conocido. Era sabido. Nos tocábamos los genitales los niños, a veces mutuamente, sudados después de jugar, y nos insultábamos con esas escenas. (Mi generación todavía fue íntegramente criada en el odio a cualquier cosa que no sea heterosexual). Vos se la chupás a tal, vos se la chupás a cual. A vos te la da Fulano. Vos me la chupás. Y entonces, en algún lance, aparecía el nombre de Storni y rompíamos en carcajadas.

Éramos niños: repetíamos lo que se escuchaba en casa. En mi casa se sabía. En la de mis vecinos, recuerdo, también. En la calle se sabía. Quienes ejercían el poder del Estado lo sabían. Quienes llenaban de palabras a la opinión pública. Buena parte de la feligresía lo sabía y algunas órdenes y curas pagaron el precio de ese saber.

El libro de Olga Wornat, expuesto en la peatonal, nos desnudó con una pregunta: ¿vos no lo sabías? ¿La ciudad bajo el dominio de su Arzobispado desde 1984, la comunidad de los santafesinos, no mantenía vivo como rumor el testimonio de los manoseos y las amenazas de Storni?

La vergüenza derrumba nuestras certezas, el decurso estable y normal del tiempo, y estaquea nuestros cuerpos junto a aquello que es nuestra ruina. La vergüenza pone en escena algo ominoso, propio y de lo que no nos podemos liberar, porque es nuestro por más negado que esté. Algo invisible, hasta que aparece una mirada externa: el libro de Wornat, 18 años después de la unción del arzobispo y ocho años después de la apertura de una investigación interna de la Iglesia, comandada por el arzobispo de Mendoza José María Arancibia en la que 47 seminaristas testimoniaron sobre el Rosadito.

Pero, ¿vergüenza de qué?

No se trata del Arzobispado de Storni en sí. Para encontrar vergüenza allí hay que obviar la vigorosa y oblicua vida sexual de la Iglesia. El sexo de sus mitos y doctrinas, donde la madre nunca puede tener placer y donde la mujer es casi una propiedad del hombre de la casa (como los siervos, los bueyes o el asno), cuyo horizonte de felicidad es la obediencia al lampazo y el trapeo pro-familia (y que nadie separe lo que Dios ha unido, ni siquiera las trompadas del señor de la casa). El sexo de sus prácticas y estructuras: la misógina separación y sometimiento de las monjas a los curas; el celibato de todos; la impugnación radical de la homosexualidad como “hecho antinatural”. El sexo del confesionario, oreja de absorción ininterrumpida de miles de culposas historias de cama. La Iglesia está completamente embadurnada de sexualidad, opresiva de ciertas cosas como celebratoria de otras. Tampoco es lógico avergonzarse por el atronador encubrimiento de la institución sobre el caso: toda esa tensión insostenible se basa en un ordenamiento jerarquizado cuyo cemento es un silencio leal, común y denegatorio.

El libro expuso más a los santafesinos en general que a los católicos en particular. Vino a señalarnos que detrás del chiste, la chanza y el cotilleo compartido por muchos había una realidad espantosa sufrida por (no tan) pocos, que hundía sus rizomas en la Casa Gris, en la Municipalidad, en el sistema educativo, en el coqueto mundo de los apellidos dobles y las alcurnias locales, en el tufo moralinongo que abruma cualquier nuevo verdor de estas tierras. El libro expuso que muchos sabían, que muchos miraban para otro lado o eran impotentes para hacer de su saber una transformación. El libro nos obligó a un horrible retorno de lo ya conocido.

Asumir ese pasado (ese presente) en algún punto nos liberó. En la vergüenza compartida por los rumores de antaño percibimos una comunidad; lo insoportable de la escena forzó un cambio de posición, un leve corrimiento. El Arzobispado local no retuvo la misma cuota de poder que detentaba entonces, así su influencia política no haya decrecido.

¿Cuántas otras vergüenzas seguirán hoy vigentes, larvadas dentro de nuestra comunidad y a la espera de ser expuestas?

Esta nota fue publicada online el 18 de mayo de 2011. Corresponde a la edición #74 de Pausa.

2 Comentarios

  1. No comprendo por qué, si se trata de chicos abusados, es necesario también hacer un panfleto feminista, que en este contexto está totalmente desubicado.

    Supongo que incluso en casos como este, en los que la cultura "patriarcal" oprime al varón de una manera visible (con lo que la calificación debería ser puesta en entredicho), es obligatorio hablar de lo oprimidas que están las mujeres. Digamos que es ya un tópico inevitable e indiscutible.

  2. Una línea –en el marco de hablar de cómo lo negado por la Iglesia (la sexualidad) es constitutivo de lo que la Iglesia es– vuelve a este texto un "panfleto feminista"?

    Notable lectura.

    JP

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