La muerte del editor. A propósito de Paco Porrúa

“En este sentido, cuando publico algo mi único mérito es haberlo publicado. Nada más. El resto depende de los lectores, de los críticos, de la historia”. Francisco Porrúa, entrevista en Página 12.

Por Alejandro Horowicz

La muerte de un editor emblemático, en este caso Paco Porrúa, invita al consabido balance. ¿Balance de qué? ¿De los títulos que publicó? ¿De las ventas que alcanzó? ¿De la visibilidad que consiguió para los libros que hizo? ¿De los cambios que propició en la obra de los autores que editó? ¿Cambios que transformaron un trabajo corriente, a un escritor del pelotón, en best seller global? ¿Cambios que reorientaron al autor, a su trabajo, a un punto de viraje?
Esta retahíla de preguntas nos remite a una profesión, la edición, en continua transformación. A tal punto que pasamos de un empresario del negocio del libro de la segunda mitad del siglo XIX, a personajes con habilidades próximas a un gerente de marketing del siglo XXI; en todo caso, en el mundo editorial la naturaleza de las decisiones se ha desplazado, y del conocedor de libros modelo Porrúa pasamos a un ejecutivo que tanto puede dirigir una editorial como una fábrica de salchichas.

Editores míticos

Basta poner en fila algunos nombres para entender. Victoria Ocampo (1890 – 1979), Gastón Gallimard (1881 – 1975), Natalio Botana (1888 – 1941), Paco Porrúa (1922 – 2014); por cierto estos nombres no son intercambiables; en cambio los gerentes modelo Alberto Vitale de Random House, en EE.UU,  o de cualquier otro grupo multinacional, sí  lo son.
Ocampo era una mecenas que invirtió su fortuna –bien o mal, ese es otro asunto– para establecer un puente entre  Europa y Sudamérica; no vaciló en financiar de su bolsillo, a pérdida por cierto, una revista como Sur, a la que adjuntó un catalogo de libros –sobre todo traducciones– significativos. Tanta sensibilidad para la novedad europea fue acompañada de una bajísima aptitud para reconocer talento local. Los casos de Witoldo Gombrowicz y Leopoldo Marechal muestran el problema. O habías nacido en Francia, o al menos vivías en París, o eras del club de amigos socialmente aceptables. Como Gombrowicz todavía era un polaco sin óleos parisinos, y Marechal un argentino que si bien provenía de la mítica revista Martín Fierro, tuvo la malhadada idea de ser peronista, la anuencia de Victoria resultaba imposible. Ambos fueron expulsados de la ciudadela de la “literatura prestigiosa”. Y ambos consiguieron su respectiva consagración por otras vías. Ganar dinero no era obligación de la empresa Ocampo, sobraban sus autosuficientes reconocimientos de calidad estética para legitimarla, y aconsejar autores no formaba parte de las habilidades personales de Victoria.
Gastón Gallimard ya era otra cosa. Si bien su origen social es como el de Victoria –integrantes cultos del bloque de clases dominantes– ganar dinero editando libros era para él un imperativo social. Estrechamente vinculado a André Gide, quien fuera su socio, integrante tibio del progresismo francés, no vacilo en “arianizar” su editorial cuando los nazis llegan a París en 1941. Es decir, expulsó a los dos únicos empleados judíos; cedió la dirección de su revista insignia, la Nouvelle Revue Francaise (NRF), a Pierre Drieu La Rochelle, escritor fascista militante, amante de Victoria Ocampo; permitió que los nazis manejaran sin mucho disimulo su nuevo catálogo y sobrevivió comercialmente. Uno de los expulsados, Jacques Schiffrin, fundador del mítico sello editorial La Pleyade, salvo su vida de milagro gracias al apoyo de su inquebrantable amigo André Gide, que lo sumo a la lista de los “famosos 2000 judíos” que salieron ilegalmente, con documentos falsos, de la Francia de Vichy.  Con la liberación, la NRF dejo de salir, pero nadie se atrevió a “molestar” mucho a Gastón Gallimard uno de los “pilares de la cultura francesa”.
Natalio Botana, en cambio, era un editor de diarios. Crítica fue su nave insignia. En rigor de verdad fue un adelantado del multimedios. Entendió rápidamente la relación entre radio, noticiero cinematográfico, y diario popular moderno. Entre transmitir noticias y crearlas; entre una buena redacción periodística donde jóvenes escritores vanguardistas se sumaban a la industria cultural, y la influencia política. Por eso integró en masa a los jóvenes de Martín Fierro, entre los que se contaba Jorge Luis Borges. Lo sumo a la Revista Multicolor, innovador suplemento cultural, donde le propuso un tipo de escritura y un modelo editorial. Partir de un hecho policial, para transformarlo en relato de “aventuras”. Partir del lector real y acompañarlo en su viaje; llevarlo hasta otro nivel de capital simbólico. Borges, además de transformarse él mismo en editor, debía escribir cada quince días un texto propio.  El hombre de la esquina rosada, tiene ese origen, y el mix que adopta para esa circunstancia terminará siendo una de sus marcas registradas. De la tensión entre el editor y el autor surgía una escritura.
Intento de explicación. Paco Porrúa apenas si se atrevía a intervenir en los textos de sus autores. No creyó jamás en la misión del editor, sino en su aptitud de lector. Con detectar títulos de buena calidad sobra. Leyendo Les Temps Modernes, la revista de Jean Paul Sartre y Maurice Merleau Ponty, se enteró de la existencia de Ray Bradbury, se agenció de sus Crónicas marcianas, compró los derechos de edición, encargó el prólogo a Jorge Luis Borges y fundó sin estridencias la editorial Minotauro. Como inicialmente se trató de una empresa unipersonal tradujo el original, se encargó de diseñar la tapa, diagramar los interiores y armó la cadena de distribución. Arturo Frondizi había ganado las elecciones, la modernización cultural universitaria que el peronismo bloqueara se abría paso, pero sobre todo estaba el 1 de enero de 1959, Fidel Castro y el derrumbe del descompuesto gobierno de Fulgencio Batista.
La Revolución Cubana impacta el mundo de la izquierda, los viejos editores republicanos y españoles sienten renovados bríos. Los dueños de Sudamericana se asocian con Porrúa en Minotauro, primero, para dejarle en 1962 la dirección de su sello editorial. En esas condiciones, Porrúa recibe el original de Las armas secretas de Julio Cortázar y decide publicarlo pese a que Bestiario, su primer libro de relatos, no había vendió bien. En el mundo editorial actual semejante comportamiento resulta imposible.

Editores actuales
Los parámetros cambiaron. El criterio que gobernaba la actividad puede enunciarse así: la colección debe dar ganancias; los títulos que funcionan bien arrastran a los otros, y si un autor no pega de primera, si el editor entiende que vale la pena, se lo vuelve a respaldar. Hoy cada título debe vender bien, de lo contrario en 180 días está camino a la mesa de saldos. ¿Qué pasó?
La caída del Muro de Berlín, la salvaje victoria del capital, desnudaron un principio: la maximización del beneficio. Los bancos mostraron que se puede ganar dinero a un ritmo descomunal. Por tanto, todas las actividades deben seguir la misma ruta. Si no gana lo suficiente no sirve. La ley de la concentración financiera se impuso a la industria cultural, los grandes grupos no paran de comprar editoriales. Los “editores tradicionales” son corridos por gerentes, un complejo y variado temario que tuvo cabida ya no la tiene, entre publicar un muy buen libro de evolución comercial lenta pero sostenida en el tiempo, a publicar uno malo, escandaloso y de alta visibilidad fugaz, el gerente no duda.
Esto organiza dos mercados. El de los libros –buenos o malos– capaces de venderse velozmente. Y el de libros lentos, elegidos por editores más pequeños, que no pueden pagar grandes adelantos, pero siguen dispuestos a apostar a las patas de un original. Los herederos de Paco Porrúa, los que defienden esta política comercial, no renuncian a ganar dinero, renuncian a proseguir un camino que derrapa en barbarie global.

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