Una vuelta por la plaza

RECORRIDOS | Baldosas, esculturas, cine, literatura y memoria.

Por Pablo Cruz

Las baldosas
El pasado 21 de marzo siete baldosas fueron  colocadas en la Plaza de las Banderas en
homenaje a militantes secuestrados en febrero de 1976.  A cuarenta años de los hechos, allí mismo, un
hecho violento quedó flotando y se revela en las baldosas y el césped. Pocos
días después de su emplazamiento las placas fueron vandalizadas. Me dirijo a la
plaza para fotografiar esas baldosas. Caminando hacia Marcial Candioti dos
vecinas se detienen, leen, y murmuran algo que no entiendo. Las baldosas activan
un resorte en la memoria colectiva, una herida abierta, el reflejo de una zona
oscura. Vuelvo hacia el centro. Llego a Plaza España. Una pareja de recién
casados sale del Registro Civil y posa para la foto en la vereda de calle San
Luis. Me acuerdo entonces, de los Stoessel.
Una película muda
Hace poco menos de diez años me encontraba viviendo fuera de
la ciudad. El período no fue extenso pero bastó para conocer un sentimiento
cercano al desarraigo. Una tarde, en la Sala Lugones, en el Teatro San Martín de Buenos
Aires, exhibían una película muda: Expedición Argentina Stoessel, publicitada
como la primer road movie latinoamericana. Los 
hermanos Stoessel iniciaron, en 1928, un viaje épico en automóvil hacia
Nueva York. Registraron el mismo en 35mm. El film, perdido, encontrado, donado
y finalmente restaurado por la Fundación Cinemateca Argentina, se exhibía con
música en vivo por primera vez en público. En la platea se rumoreaba que
veríamos registros de alto valor histórico, entre ellos las imágenes de la
antigua Managua, destruida en 1931 por un terremoto. Las secuencias que
describían los primeros pasos del Chevrolet 
por la Argentina
eran, para los presentadores del evento, pocas y prescindibles. Sin embargo,
esos primeros minutos del film son los que me quedaron más presentes en la
retina. A medida que los Stoessel incorporaban kilómetros, también ganaban
destreza en el uso de la cámara.  Tres
tomas, desde la azotea,  describen a
Santa Fe en los años veinte. Una de ellas es un paneo a izquierda en leve
picado que muestra una plaza: dos transeúntes, charlando, la cruzaban en
diagonal; otro caminante, más apurado los sobrepasa; un tranvía se detiene
detrás de los árboles. Recuerdo una leve conmoción, haber sostenido el aliento,
inclinar el cuerpo hacia adelante en la butaca, para ver mejor.
La renovación de Plaza España tuvo un gran impulso en 1911
en el marco del Plan de Renovación General 
durante la intendencia de Edmundo Rosas. El espíritu higienista
propiciaba la multiplicación  de espacios
verdes localizados en distintos puntos de la ciudad. En la antigua plaza de las
carretas se trazaron diagonales, se plantaron árboles exóticos, se colocaron
estatuas. Cuando los Stoessel pasaron por la ciudad, esos árboles daban sombra.
La cámara debió estar emplazada en la esquina de Hipólito Yrigoyen y San Luis,
donde se hallaba la farmacia Las Colonias. 
En los años 30 los anarquistas celebraban en la plaza el 1º de mayo y se
enfrentaban a los nacionalistas, que tenían su local sobre la farmacia: “Yo
tenía diez años, con un pariente mío que era anárquico fui a un acto “forista”
por el 1º de mayo, en San Luis y Crespo. Yo repartía panfletos. Desde arriba de
Las Colonias tiraron una bomba, y se hizo un descalabro; mi pariente, que
estaba por hablar, me buscaba. Hubo un muerto” (1). ¿Pero era la Plaza España? Creí
que sí. Ahora no lo sé. Lo cierto es que las imágenes me devolvieron un lugar
tantas veces transitado inscripto en otras capas de tiempo; el sabor suave del
sol de las diez de la mañana cuando, yendo hacia el centro, atravesaba esa
plaza en otoño.
Cerca de la Náyade todos los días cientos de personas esperan el colectivo. Fotos: Pablo Cruz.
La sensación también se vio reforzada, quizá, porque en
aquellos días había leído una novela donde también se hacía presente la plaza.
Una siesta, marzo de 1961: “Rey se metió las manos en los bolsillos del pantalón
y comenzó a caminar con aire contemplativo: observó los árboles, y detrás, en
medio de un claro rojizo, de polvo de ladrillo, la construcción circular y
amarillenta destinada a la banda municipal. Una pareja conversaba instalada en
un banco cercano. Rey se detuvo junto a la fuente. Era rigurosamente circular,
a ras de suelo, y el agua corría por la boca de cuatro cabezas de endriago, de
piedra, idénticas, dispuesta simétricamente. En el centro de la fuente había
una náyade de piedra de tamaño natural, desnuda, y se hallaba dispuesta en
actitud de secarse la pantorrilla...”(2). Las náyades –ninfas de los cuerpos de
agua dulce– encarnan la divinidad del curso de agua que habitaban. Su presencia
en la plaza es atinada si pensamos que la inundación de 1905 alcanzó la calle
Rivadavia y la ninfa, en la fuente, no deja de recordarnos que el río estuvo
allí.
La referencia no es casual si atendemos el lugar que ocupa
el pulso de las inundaciones en nuestras conversaciones, en nuestro modo de
organizar los hechos cotidianos, en el diseño abierto de nuestra geografía
simbólica. Sobre la fachada de la esquina de Crespo y Rivadavia supo haber una
marca que indicaba el nivel al que llegó el río en el año 1905. Fui a buscar
esa marca. No estaba. En otro texto saeriano, dos parroquianos, los Salas,
disputan cuál de las dos crecientes, la del ´5 o la del ´60, fue la más
violenta. Como argumento categórico uno de los personajes plantea que años
después del paso del agua todavía podían distinguirse en las copas de los árboles
los restos de las osamentas de las vacas (3). Recordé entonces las calles de
Santa Rosa de Lima, tras la inundación del 2003. Cuando la resaca fue quitada
de las calles, cuando fueron cayendo deshilachados los despojos flotantes
enredados en los cables de la luz, todavía permanecían las rayas que los
vecinos hicieron en las paredes marcando la altura del Salado. Ojalá no se
borren.
Todos estos elementos cobran sentido pensados como
ingredientes de lo que suele llamarse memoria cultural, esa argamasa viscosa
asociada a los lugares donde ha ocurrido algún suceso significativo y único o
lugares donde un suceso se repite regularmente. El patrimonio urbano importa en
tanto es la marca de un tiempo en el que, como ciudad, fuimos y estamos siendo.
Las plazas, los monumentos, los edificios no tienen valor en sí mismo, sino
como sustrato material de esa memoria colectiva que atraviesa las generaciones,
que se construye, acaso, en los pliegues que rozan lo real y lo imaginario. El
tiempo dirá que simbología se cuece en los prismas de hormigón que se alzan
como pajareras en el centro de la ciudad. Mientras tanto, la náyade de la Plaza España evoca
antiguas crecidas, las marcas del Salado viven en las paredes de Santa Rosa, y
las baldosas de la memoria no dejan de acicatear el recuerdo de un Estado
caníbal.
1. Testimonio de José Arévalo, citado en El peronismo antes
del peronismo de Darío Macor y Eduardo Iglesias (UNL, 1997).
2. En la página 53 de La vuelta completa, de Juan José Saer
(Seix Barral, 2001).
3. En la página 61 de El limonero real, de Juan José Saer
(Alianza Bolsillo, 1987).
Publicada en Pausa #153, miércoles 6 de mayo de 2015
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