Una breve historia de la interna presidencial

Por Alejandro Horowicz
Una regla no escrita, pero de estricta observancia, organiza
el poder presidencial: el presidente en ejercicio elige su sucesor. El sistema
se materializa mediante un plebiscito de legitimación, las elecciones. Antes de
1916, con padrón restringido organizado por la minoría gobernante; después, con
padrón universal. Cambiar de padrón era cambiar de candidato, y Roque Sáenz
Peña al hacerlo determinó que el jefe de la Unión Cívica Radical,
sin consultar a nadie, fuera el nuevo presidente de los argentinos. Las urnas
convalidaron esa decisión.
El primer peronismo (1945-1955) nunca tuvo interna. El 17 de
octubre plebiscitó al caudillo del movimiento. Era la primera vez que una
mayoría plebeya decidía. La irrupción de los trabajadores dio otra dimensión a
la democracia política, antes como eran extranjeros no votaban. Con las patas
en la fuente, tras tres jornadas de movilización obrera, los “cabecitas negras”
conquistaron el derecho a decidir. Sin partidos con pasado, en medio de una
lúcida algarabía, los jefes de octubre organizan la estructura política del
único presidenciable: el Partido Laborista.
Juan Domingo Perón, el candidato sin experiencia, supo que
sin la organización obrera (“la columna vertebral”) no vencía, pero si solo
contaba con los trabajadores tampoco. Con un girón del tronco radical obtuvo el
plus requerido. Esa masa en ebullición desde abajo organizó la campaña,
consignas escritas con carbón en paredes caleadas, sin asesores de imagen; y
ante la estupefacción de los grandes diarios y de los cogotudos de la
judicatura, logró que un  oficial recién
casado, con una “actriz”, de algo más de 50, accediera al sillón de Rivadavia. Nunca había sucedido.
Eso sí, al día siguiente de la victoria el general se ocupó
en desarmar pieza por pieza el laborismo, liquidando su dirección política,
para luego fusionar sin debate a radicales sin votos y gremialistas con
obreros,  junto a  comunistas y anarquistas mixturados con
nacionalistas católicos de misa diaria y confesión perpetua; y que semejante
rejunte fuera sometido a la bota de una flamante burocracia sin méritos; el
general cristalizó un organigrama tan abultado como inútil. Y cuando fue
preciso defender el gobierno, en la crisis con la Iglesia Católica,
durante el muy tenso año 55, quedo claro que ni aun convocando a John William
Cooke para dirigirlos, servían.
El segundo peronismo (1955-1972) tampoco tuvo interna, ya
que Perón y el peronismo estaban proscriptos. Y a la hora de votar el dilema
era simple: en blanco o por candidato ajeno, como Arturo Frondizi en el 58. El
peronismo vivía recluido en los sindicatos, fuera de ellos apenas existía,
mientras su dirección soñaba, cuando lo 
hacía, con la
Revolución Nacional, que no era otra cosa que la confluencia
de las Fuerzas Armadas y los dirigentes sindicales. En 1966 se retradujo como
encuentro entre el general Juan Carlos Onganía y Augusto Timoteo Vandor,
secretario general de los metalúrgicos. En el ínterin, Perón desde Madrid escribía
las cartas peligrosas que cada cual leía como le venía en gana. El hilo
político tendió a volverse crecientemente laxo. El Cordobazo, en mayo del 69,
cambia las cosas reabriendo la interna. Los partidos dejan de invernar, y la
dinámica política adquiere otra coloratura. Las organizaciones guerrilleras
irrumpen, y la militancia se transforma en propuesta generacional, desde el
horizonte de la
Revolución Cubana.
La proscripción política del movimiento popular se terminó
volviendo inviable.  El tercer peronismo
(1973-1974) se organizó sobre la base del regreso del general a la patria
y  el “luche y vuelve” vertebró a los
sectores dinámicos. No alcanzó. Que Héctor José Campora encabezara la boleta
del Frejuli (Frente Justicialista de Liberación) remitió a esa incapacidad: una
mayoría que no pudo, no supo defender en las calles su derecho a la democracia.
Ni la lucha impuso la candidatura del general, ni Perón impulsó la abstención
revolucionaria. Esto es, se avino a los términos de Alejandro Agustín Lanusse,
y el 11 de marzo  de 1973 los argentinos
votamos.
El 20 de junio de ese año, en Ezeiza, se produjo la
movilización de masas más importante de la historia nacional: dos millones de
compatriotas se movilizaron, pero el general faltó a la cita. El avión que lo
traía de Roma fue desviado a Morón, el discurso del 21 no se podía pronunciar
en la asamblea popular del 20.  Y así se
libró esa interna, Perón empujando a Cámpora fuera de la Rosada, a los gobernadores
díscolos (Buenos Aires, Córdoba, y Mendoza) a la calle y a los militantes de la
tendencia revolucionaria a las universidades. Hasta que el 1° de Mayo de 1974
el general parte en dos el movimiento al echar a los Montoneros de la Plaza, y María Estela
Martínez de Perón, tras la muerte del general, los  expulsa de la Universidad (misión
Ivanissevich) y los aplasta militarmente (Operativo Independencia). En su
postrer discurso, 12 de junio, Perón que se sabía enfermo, consagró al pueblo
como su “único heredero”. Habida cuenta que su mujer era la vicepresidenta por
propia decisión, no era poco decir. Y después cayó la noche.

A partir de 1983
Carlos Menem le gana la interna a Antonio
Cafiero. Antes, presenciamos la batalla entre Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa. Eran las primeras
en su tipo. A medida que la democracia de la derrota se profundiza, lo  único que se decide es el nombre del que
decide.
Tras presidir dos turnos, y fracasar en la re-reelección,
Menem se ocupa que Eduardo  Duhalde no
sea presidente. Y lo logra. El estallido de 2001 concluye en las elecciones
2003; el presidente provisional, en respuesta al “que se vayan todos”, inventa
la interna externa: tres candidatos presidenciales compiten con los colores
peronistas y Néstor Kirchner, al presentarse solo a la segunda vuelta (Menem se
fuga), termina ingresando a Balcarce 50.
En 2007 Kirchner tiene oxígeno para continuar, pero prefiere
que Cristina Fernández se haga cargo, sin interna. Una franja residual acompaña
al disconforme  Duhalde y Chiche todavía
ocupa una banca en el Senado. La muerte de Néstor cambia las cosas y la
sucesión se transforma en problema político de primer orden.
En la tradición peronista el sucesor es el “enemigo”, no hay
herederos naturales, y los que pintan son corridos y reemplazados por los que
no pintan. Una ley muda de selección al revés opera todo  el tiempo. Por eso, uno que apenas pintaba,
pero que no vaciló en proclamarlo, terminó encabezando la boleta del Frente
para la Victoria.
Para que Daniel Scioli ocupe la pole position, la presidenta
tuvo que clausurar la interna. El gobernador ganaba de todos modos, pero la
mera posibilidad numérica de que Mauricio Macri saque algún voto más que Scioli
precipitó la decisión. Un error. Imposible saber si los votantes de Florencio
Randazzo sufragarán por Scioli, imposible saber si parte de los que votaban al
gobernador no lo hacían contra Randazzo, imposible saber si el desinfle de
Sergio Massa, la fuga de sus votos, no volverá a cambiar los numeritos.
Una decisión democrática fue sustituida por el dedo
presidencial: los militantes aprehenden. El poder está en la Casa Rosada, la
presidenta manda. Bajo el régimen presidencialista el poder de Cristina es
grande; pero después del 10 de diciembre mandará Scioli. La continuidad
política nunca se resuelve administrativamente. No alcanza con confeccionar
adecuadamente las listas de diputados y senadores, ni la de los gobernadores y
sus vices. Duhalde poroteó todos esos cargos en 2003 y en 2005 ya había sido
neutralizado.

Es cierto que Scioli no es Kirchner, pero tendrá el mismo
poder en condiciones sumamente complejas. Cómo lo usará no deja de ser la
incógnita, y a decir verdad ni el propio gobernador tiene cómo saberlo. Dicho
de un tirón: imaginemos al hombre que se propone honrar todos los acuerdos, o
imaginemos lo contrario. Da igual. Las crueles circunstancias y su modo de
abordarlas terminaran por despejar tan delicada incógnita.

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