Por la igualdad y la fraternidad

La pedagoga Graciela Frigerio reflexiona sobre las políticas
públicas, la transición desde la escuela secundaria a la universidad y el temor
de los estudiantes a las evaluaciones.
Tras la realización del Foro Internacional Investigación y
Políticas Públicas para la
Educación – organizado por el Ministerio de Educación de la Provincia a través de la Secretaría de
Innovación Educativa y Relaciones Institucionales y la UNL, que convocó a
prestigiosos expositores y más de 300 interesados en la temática–, la educadora
e investigadora Graciela Frigerio dialogó con Pausa sobre el quehacer
educativo. “El Foro fue realizado por dos grandes instituciones y ese esfuerzo
por hacer un armado conjunto debería ser interpretado como un gesto apuntando a
achicar las distancias entre el sistema educativo y el universitario. En ese
acercamiento, la jornada fue atravesada por una preocupación sobre las
políticas públicas, con la idea de abrir futuras conversaciones o agregar a las
ya abiertas a propósito de cómo ocuparse conjuntamente de los interrogantes,
dificultades, problemas y desafíos que conciernen a la totalidad de la
educación en el país”, explicó. La pedagoga también hizo hincapié en el tiempo
dedicado a pensar en cuestiones curriculares y en las reflexiones sobre la
investigación “desde que se reinstauró formalmente la democracia, en una
encrucijada política para todo el país que son las elecciones en curso en las
distintas jurisdicciones”.
La especialista aboga por una “pedagogía de la presencia” para los ingresantes universitarios.
Consultada por la relación del gobierno nacional con las
universidades públicas, Graciela Frigerio analizó que “se modificó mucho con el
transcurso del tiempo. Hay cosas que no se pueden negar, como ciertos esfuerzos
del gobierno desde el punto de vista presupuestario, que son insuficientes pero
están, y algo del orden de la promoción de las investigaciones. Después está el
modo en que cada universidad hace algo con su autonomía y su potencial, bajo
esa fertilidad de la historia desde 1918 de utilizar las formas de gobierno
para tomar sus propias decisiones. El panorama se diversifica en los modos en
que esta autonomía fue apelada, puesta al servicio de proyectos más singulares
o específicos”.
Respecto al acceso a la educación universitaria, la
investigadora señaló que “arrastra desde sus orígenes una especie de halo que,
aun cuando no todas estén a la altura de las expectativas o de los tiempos,
para grandes e importantísimos sectores de la población que alguien pueda ir a
la universidad es sinónimo de privilegio. No debería ser así pero en la
actualidad hay muchos estudiantes que se convierten en la primera generación de
la familia que logra llegar a la universidad. Y eso tiene un peso importante.
Creo que las universidades son instituciones fundamentales en la posibilidad de
crear alternativas para mantener relaciones con el saber, crear conocimientos e
investigar. Por ahí también se abren debates sobre cómo se ordena esa
investigación, cuánto de ellas están orientadas a grandes intereses definidos
externamente, o cuánto está definida simplemente porque el mismo conocimiento
arrastra la necesidad de saber, de conocer”.
—¿Cómo llegan los alumnos del secundario a la universidad?
—Esa cuestión es objeto de los peores titulares de los
diarios cada comienzo de año y también sabemos que la culpa es de la formación
docente. Este interrogante pone de manifiesto que hay algo que no ha podido ser
atendido lo suficientemente, solemos llamarlo del orden de la solidaridad
intrasistémica, es decir una solidaridad interinstitucional. Un alumno es el
mismo estudiante que va recorriendo distintas organizaciones, establecimientos
y niveles. Supongamos que no ha llegado satisfactoriamente: ahí ha jugado una
representación de cómo tiene que llegar el estudiante a la universidad, que es
la misma de cómo tiene que llegar a la secundaria y así sucesivamente. Creo que
cada universidad ha encontrado un modo diferente de acercarse a los
estudiantes, de establecer tramos, relaciones y cuidados para facilitar que
tengan ganas de quedarse. Para algunos, permanecer en la universidad puede ser
algo aterrador porque pasan a un mundo donde no entienden ni los carteles. No
tendría por qué ser de otro modo, pero la cuestión es que eso no debería
convertirse en un impedimento para que alguien ingrese, tampoco tendría que ser
un obstáculo para que se quede. Hay muchas iniciativas para ver cómo se
facilita a los estudiantes hacer el recorrido del secundario a  lo universitario en una época donde muchos
chicos van a la universidad con expectativas distintas a las que tenían los
jóvenes que entraban en otro tiempo: no todos ingresan pensando que van a hacer
de su carrera la profesión de su vida ni que esa va a ser su primera opción.
Muchos están buscando. Uno puede cambiar su decisión por descubrir sus orientaciones,
pero otra cosa es cuando cambiás porque te sentís expulsado, humillado,
maltratado, desatendido o no reconocido.
—¿Se pueden revertir ese tipo de situaciones? 
—Sí, con una pedagogía de la presencia. Ahora tenemos mucho
la cuestión virtual y bienvenida sea porque toda la educación, a partir de
cierto trayecto, se hace finalmente a distancia porque se leen autores
desconocidos, por ejemplo. Pero hay un tiempo donde es necesaria, para un
joven, la presencia concreta de un otro disponible sosteniendo una oferta
significativa de manera libidinizada. Cuenta ser escuchado y no da lo mismo
tener la palabra o no, sentir que el error no es objeto de estigma sino fuente
de trabajo; eso exige una disponibilidad, sabiendo que hay otro ahí.
—¿Por qué muchos alumnos sufren un alto nivel de estrés a la
hora de dar un examen?
—Ser evaluado siempre es una instancia de exposición que
hace temblar la imagen de uno mismo, además de poner en juego la necesidad de
dar cuenta de un estado de avance en el estudio. Evaluar forma parte de la
pedagogía y de la vida porque es un gesto antropológico. Pero en estos tiempos
se ha hecho de la evaluación una maquinaria de clasificación y estigmatización,
entonces ha perdido el carácter pedagógico para volverse otra cosa, algo así
como un emblema de competitividad o de una necesidad de demostración. Los que
trabajamos en pedagogía sabemos que hay que evaluar, pero lo que uno puede
ofrecer en un intercambio evaluativo no expresa necesariamente el esfuerzo que
hiciste ni el trabajo que realizaste, ni siquiera todo lo que sabés, pero se
juega ahí en el instante y se vuelve aterrador, donde parece que toda la
sociedad tuviera que evaluar todo, entrando en una lógica competitiva muy
desgastante y cruel. Por eso entiendo que se tenga miedo. Además hay algo de
arbitrariedad en la evaluación, los chicos lo dicen claramente en la
secundaria: advierten perfectamente que en la evaluación intervienen cuestiones
ajenas a lo que está en juego.
—¿Qué motiva a un pedagogo a seguir su tarea?
—Para los que entendemos que educar es un acto político hay
ganas, deseos e ilusiones de construir sociedades más igualitarias, no la de
igualdad de oportunidades sino la de igualdad como punto de partida. Si
coincidimos con eso, se crean desafíos respecto al por qué hacer ciertas cosas
y cómo hacerlas. Esos sueños de sociedades más justas, libres y fraternas
seguramente nunca terminarán de concretarse tal como uno las sueña, pero en
todo caso lo que interesa es mantener el trabajo por eso, con independencia del
resultado. De verdad creo que el resultado se verá dentro de muchas
generaciones.
Publicada en Pausa #159, miércoles 12 de agosto de 2015
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