Los invisibles

La calle, por José Luis Pagés
“Aquí yace el hombre invisible”. Las yemas de los dedos de
un ciego leyeron en la piedra blanca el mensaje oculto que nadie había visto
antes. El director de la necrópolis, anoticiado del azaroso descubrimiento,
hizo un calco con carbonilla sobre una hoja de papel. El resultado de la copia
sorprendió tanto al funcionario como al último sepulturero.
Así fue que la epigrafía funeraria cuadrada y romana salió a
superficie. El ciego que tanteaba en la oscuridad en busca del panteón familiar
siguió su camino. El director, en cambio, quedó sin respuesta, atrapado en el
vértigo de un misterio abismal.
Por lo demás alguien había vendido la parcela, la sepultura
no estaba registrada y el muerto tampoco. En tiempos de campaña electoral la
sola sospecha de haber incurrido en una falta grave le provocaba náuseas, lo
llenaba de espanto.
La voz de un empleado lo devolvió a la realidad “¿Quién iba
a pensar…?”, dijo el hombre y agregó: “Con razón acá también dejaban de
flores”. El funcionario echó una rápida mirada y descubrió junto al mármol de
un blanco inmaculado un ramito azul de nomeolvides. “Este no es un
enterramiento regular”, se dijo, y mirando fijamente al jefe de vigilancia
anunció a los gritos que de inmediato iniciaría las actuaciones sumarias del
caso para proceder a “deslindar responsabilidades”.
La noticia se propagó rápidamente hasta llegar a todos los
rincones de la ciudad. Media hora más tarde miles de curiosos y decenas de
camarógrafos y periodistas pugnaban por entrar en la necrópolis para ver la
tumba del desconocido inexistente.
El director –que había buscado refugio en el despacho
oficial– pudo ver cómo aquel ciego, aferrado al brazo de una mujer gorda, se
vanagloriaba ahora detrás de sus lentes oscuros. Mientras el soberbio
hombrecito hablaba de su descubrimiento como un Champollión junto a la Piedra Rosetta, el
funcionario se preguntaba si sería mejor huir con el libro de ingresos o  arrancar una hoja cualquiera.
Pronto en la calle surgieron las diferencias. Unos sostenían
estar ante un hecho prodigioso, pero otros, como el Obispo Acuña, calificaban
lo ocurrido como un fenómeno paranormal. En medio del alboroto y la confusión
varios ramitos de nomeolvides pasaron inadvertidos para todos y suspendidos en
el aire se dirigieron al sepulcro del hombre invisible.
Ajeno al debate, el director, que terminaba de arrancar una
hoja, quedó absorto en la contemplación del desfile floral. Con la boca abierta
y la carretilla desencajada alcanzó a pensar: “Uh…, ahora sí que el hombre
tiene visita, se vino la familia entera”.
El Obispo Acuña fue detrás agitando el hisopo para exorcizar
a los poseídos, a los muertos insepultos, a las ánimas en pena y toda suerte de
engendros diabólicos.
Publicada en Pausa #162, miércoles 23 de septiembre de 2015
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