Silbidos

Resonancia magnética, por Santiago Venturini
No sé silbar. Más de una vez seguí los consejos técnicos
–posición de la boca, manejo del aire, ayuda de los dedos– pero nunca silbé
bien. Trataron de enseñarme los chicos trinadores de mi barrio, lo intentó mi
poco didáctico hermano, pero no hubo caso, lo que lograba era penoso.
Como mi casa tiene una ventana que da a la vereda, me toca
escuchar colectivos, autos, pajaritos, fragmentos de conversaciones ajenas y
también silbadores. Estoy sentado en mi escritorio y empiezo a oír ese sonido
que reproduce alguna melodía: cumbias, tangos, canciones del repertorio clásico
o hits del momento que le ganan por cansancio al cerebro desde las radios o los
televisores. Me levanto de la silla por una curiosidad sociológica, para
confirmar mi perfil mental del silbador, algo que suele pasar: hombre adulto,
casi siempre mayor de 40 años, que avanza sobre sus piernas con satisfacción.
Es cierto que los escucho cada vez menos. La gente ya no silba, es una
costumbre en extinción. En la página de un diario español hay un artículo con
este título: “El teléfono móvil liquida el arte de silbar en las calles del
Reino Unido”. En las de Santa Fe también.
¿Qué significa el silbido? Sencillo: es el síntoma sonoro de
un equilibrio con el universo, es homeostasis pura. Los que silban están
conformes con lo que tienen, disfrutan de estar pisando la tierra, aunque ese
bienestar les dure diez minutos o un día entero. Todo está perfecto para el que
silba, o lo va a estar. En M., de Fritz Lang, el asesino de chicos silba
mientras le compra un globo a su próxima víctima. Es culto, silba una obra de
Grieg. Fritz Lang descubrió el efecto siniestro de ese sonido, aunque casi un
siglo más tarde el recurso perdió su eficacia: después de muchas películas con
silbadores perversos, el silbido como signo de maldad es un lugar común (con
excepciones, como la falsa enfermera en Kill Bill de Tarantino).
Mi papá silbaba de vez en cuando. En él también era un indicio
de armonía –algo raro en su caso. Una vez, cuando era bastante chico, no me
dejó acompañarlo a buscar a mi mamá a su trabajo, pero yo me escondí detrás de
su asiento en el Ami 8 que teníamos. Manejó, estacionó y mientras esperaba se
puso a silbar. Era su momento de sintonía con el mundo. Yo estaba hecho un
bollo con los ojos cerrados, invadiendo su privacidad, y escucharlo silbar me
daba risa. Cuando mi mamá subió al auto, me levanté y le di una sorpresa. Ella
se puso contenta pero él me miró con una cara muy particular: la de un hombre
que nunca silba.
Publicada en Pausa #162, miércoles 23 de septiembre de 2015
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