El barrio en el que crecí empezó a formarse unos años antes de que yo naciera, a fines de los 70. Al principio, a cualquier vecino que salía de su casa nueva le alcanzaba con caminar cien metros para estar parado en el campo y creer que la construcción que todavía no había terminado de pagar era una alucinación.

En esa época en la que matrimonios jóvenes levantaban chalets con tejas naranjas en el medio de la nada, pasó algo. La mamá del Martincito, uno de los chicos del barrio con el que íbamos a pelear en el futuro, se volvió loca. Una mañana, mientras estaba con su bebé en el comedor, vio que un tipo la miraba fijo desde el otro lado de la ventana que daba al patio. El hombre no le hizo nada, pero no se movía y algo en esa mirada la perturbó. Nunca supimos cuanta verdad había en esa historia, pero el relato nos servía para explicar su comportamiento: gritaba bastante, retaba a sus hijos por cualquier cosa, parecía estar siempre alerta. Hace menos de un año me la crucé en la despensa teñida de rubia, comprando cigarrillos. Me pareció una mujer común, no esa tirana que yo veía cuando era chico.

El de la madre de Martincito no fue el único caso. Algunos años después, también durante mi infancia, hubo una época en la que un “sátiro” andaba por el barrio, metiéndose en las casas para espiar a las mujeres. “El sátiro de los techos”, así le decían todos. El apodo no era muy original: en ese mismo momento habrán existido más de cincuenta barrios en toda Argentina con un tipo al que llamaban igual. Cada barrio con su sátiro. Durante esos días yo estaba aterrado. Dormía con una linterna. A veces la prendía, iluminaba una parte de la pieza y ese círculo de luz en el medio de lo negro me daba más miedo. Un día, mi abuela dijo que lo había escuchado caminar por el techo a la madrugada, pero como era vieja no se había preocupado: no la venía a espiar a ella, seguro iba a lo de sus vecinos. En pocas semanas, muchos lo habían visto salir corriendo de casas ajenas, a horas improbables. Hasta que una noche, gracias al llamado de una señora al comando radioeléctrico, llegaron policías con reflectores y lo cazaron en los techos. Se reveló el misterio: el sátiro era un hombre que vivía con toda la familia de su mujer a tres cuadras de mi casa. Era un poco raro y tomaba bastante. Todavía lo veo hoy y pienso en cómo cambian las cosas con el tiempo: ahora es un señor que se sienta a veces a la vereda, y le cuesta subirse a una silla para cambiar un foco.

 

Publicada en Pausa #164, miércoles 28 de octubre de 2015

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