El gobierno repite que el camino para lograr la pobreza cero se cifra en la lucha contra la inflación. Pero todas las medidas tomadas implican aumentos de precios. El límite que se busca es la destrucción del trabajo.

 

Los primeros cambios son perceptibles en el largo plazo. Uno dice “Uy, hace mucho que no voy al cine”. Eso es porque dejaste de ir al cine, pero todavía no te diste cuenta de que dejaste de ir al cine. Te das cuenta inmediatamente después de decir la frase.

Hay cambios que se notan al momento. Tomar el sachet de Ilolay y no el de La Serenísima. No sonreír cuando se levanta un queso cremoso cuyo nombre es “Genérico”, como si fuera un ibuprofeno. No sonreís porque sabés que la pizza va a saber a papa y polietileno. Los quesos cremosos malos saben a goma de papa cruda y polietileno. Son agrios también, a veces.

Pasás delante de las aceitunas y las dejás pagando como a una ex que no querés ver nunca más.

Estos son apenas los primeros cambios. A la demolición del poder adquisitivo de los asalariados todavía le queda mucho por recorrer. El neoconservadurismo zen apunta a una sola cosa: tu situación como clase no existe, sólo existe tu éxito o tu fracaso individual.

Por eso se observan empleados contratados y precarizados felices de que echen a contratados y precarizados. Dicen “son ñoquis”. Y cuando les llega el garrote piensan, acaso, si no serán responsables por lo que reciben.

Algo habrá hecho.

O, si no es empleado público, si es el dependiente de un mercadito al que se le achicó feo la demanda, comprenderá que el dueño hizo lo que pudo. Que la situación previa era un hecho falso, que en realidad tener un trabajo era apenas una fantasía. Era cosa del tiempo del despilfarro. Cómo podría ser de otra forma. Cómo se justifica sino toda esta cacería que se ha desatado.

Recién cuando se haya quebrado la principal fortaleza de los asalariados, el logro virtual del pleno empleo, habrá terminado el camino que nos queda por recorrer, rodeado de silencios y angustias: toda la sarasa simbólica que nutre y se fermenta en el oficialismo está destinada a que te sientas culpable de tu destino.

Cuando el desempleo sea lo suficientemente alto la demanda se va a aplanar. Primero caerán los precarizados y los que están en negro, luego los que están blanco serán negreados y finalmente se destruirá auténtico trabajo en blanco. Y entonces, sólo entonces, los precios van a dejar de subir. Y el gobierno nacional exhibirá el logro de haber detenido la inflación usando como método la demolición de tu capacidad de comprar cosas.

Pero, qué bueno que va a estar. Precios estables para mirar detrás del vidrio. Y eso que, apenas, dimos tres pasos en el camino emprendido. Todavía faltan varios.

Los primeros tres sablazos

El primer sablazo fue el anuncio de que iba a venir una devaluación. El segundo sablazo fue la devaluación propiamente dicha. Los formadores de precios –primeros y al frente, los de la canasta de alimentos, que se fue a las nubes– remarcaron en dos ocasiones: por la dudas se vengan los aumentos y, luego, cuando se vinieron los aumentos propiamente dichos. Por eso el manual del ministro de Economía establece que las devaluaciones nunca jamás se anuncian.

Monísima, la primera dama pidió permiso mientras circulaba con su changuito por un chino.
Monísima, la primera dama pidió permiso mientras circulaba con su changuito por un chino.

Combinada con la quita de retenciones y la liberación de exportaciones para la carne, el tercer sablazo, la consabida mesa de los argentinos se redujo a bandejita plástica de colectivo de larga distancia. En apenas tres meses el IPC Congreso les devolvió una mueca de Golem: 9,6% de inflación acumulada entre noviembre y enero, en completa ebullición por apenas tres medidas, después de un año en el que, por primera vez desde la devaluación de 2014, los aumentos venían decreciendo. El IPC de la Capital Federal da todavía más alto en el mismo período: 10% clavado.

A esta conocida historieta le falta un detallecito: la devaluación no terminó. Los sectores exportadores tienen aire todavía para presionar más aún. Y encarecer el precio del dólar, empujando al alza la bandejita de colectivo. Y no sólo eso: el precio de la chapa y el acero, del petróleo, de cualquier cosa que atraviese por el medio a todos los sectores productivos.

Los sablazos que faltan

Todavía no se conoce el impacto del tarifazo en la energía. Será dispar en cada provincia, a los santafesinos nos pega duro, pero estamos curtidos. Con cierta sorna esperamos que a porteños y bonaerenses les llegue su hora (la tarifa social no salva casi a nadie).

La canciller Susana Malcorra espera en la cola del super. ¡Atrevida!
La canciller Susana Malcorra espera en la cola del super. ¡Atrevida!

La sed de venganza no nos permite ver lo obvio: en esa pequeña porción de nuestro territorio nacional habita casi el 40% de la población. No se juntaron todos allí por gusto: allí está también el mayor entramado industrial productor de los bienes que compramos.

Ese será el segundo impacto del cuarto sablazo, el tarifario. Es como una cachetada doble: la luz (¡oia!, ¡el gas! ¡Falta el gas!) tiene un costo hogareño doble. El de la tarifa que se paga por prender el aire acondicionado con 61° de térmica y el que viene diferido en todos los bienes que compramos y requieren luz (o gas) para ser producidos.

No se trata de ser un ingeniero para comprenderlo. La elaboración de electrodomésticos y la de alfajores, la del sodero del barrio y la del ensamblador de celulares requiere electricidad: ese costo extra se trasladará a los precios finales. Pero, de forma más concreta, Irma, la almacenera de la esquina, también va a pagar una torta más de dinero para tener el porrón fresco y la leche en condiciones. Ese costo también se va pasar a los precios. Y eso todavía no llegó.

La otra opción es cerveza tibia y ponerle ricota al café.

No olvidemos que todavía falta que nos saquen los subsidios al transporte. Porque los van a sacar. No requiere mayores explicaciones ese hit directo al bolsillo.

¿Se te termina el contrato de alquiler en cualquier mes de este año? Bueno, tampoco hay que profundizar mucho, ¿no? Qué lástima que no se te venció en 2015.

Eso por cuenta de las tarifas, el tercer sablazo. Luego está el cuarto sablazo, el más amargo.

El control de precios es, para el gobierno nacional, pedirle por favor a los formadores de precios que no formen precios y que sean buenitos. Y es el modo amable de decirlo: los formadores de precios son hoy los controladores de los precios.

Muy canchera Maru Vidal esperando su turno para llegar a la caja.
Muy canchera Maru Vidal esperando su turno para llegar a la caja.

¿A qué viene esta advertencia? A la descarada velocidad con la que se van a fumar el aumento que surja de las paritarias. Ese será el cuarto sablazo. Sean aumentos del 20% (el paraíso macrista) o del 40% (el mínimo para recomponer los sablazos ya recibidos), el aumento de circulante obrará como nafta sobre el fuego voraz de la remarcación carente de control alguno. Una web que te avise con una app dónde comprar más barato no va a lograr que te pases todo el día viajando de un lugar al otro: a Irma vas a seguir yendo tres veces por semana. Sin ningún tipo de amenaza sobre los formadores de precios, sencillamente dirán “¡Eh, aumentaron los salarios! ¡Son más costos! Hay que sincerar los precios. Acá tené’”, y pumba.

(Si te dicen que van a sacarle el IVA a la canasta alimentaria… pregúntate si a la diferencia la vas a embolsillar vos o Alfredo Coto).

Recapitulemos: aumentos de tarifas de luz (y gas y transporte y alquileres y celulares y cable con Internet) con doble impacto –directo al bolsillo e indirecto al aumentar los costos de producción–; absorción desenfrenada de los aumentos salariales, más allá de la cifra que se logre en las paritarias.

Para julio y agosto los dos sablazos faltantes ya habrán reventado nuestros lomos. Para fin de año se verán los efectos de la presión para que la devaluación continúe.

Al final del camino

Casual en tonos aguamarina, la ministra de Seguridad, al lado de los lácteos.
Casual en tonos aguamarina, la ministra de Seguridad, al lado de los lácteos.

Los aumentos de precios continuarán hasta destruir las cadenas productivas. Hasta que no haya producto importado que no sea más barato que uno local. Hasta que no haya empresario que pueda soportar mantener ordenada la cadena de pagos. Año tras año las paritarias serán presionadas para cerrar en números cada vez más bajos. Licuarán el salario para bajar la inflación. A las otras formas de distribución les tocará lo propio: desde Anses fue lanzada la advertencia de que no habrá más moratorias para incorporar como jubilados a los excluidos del mercado laboral. Y con cada vez menos capacidad de compra habrá cada vez menos trabajo para los empresarios que te venden cosas. Entonces, y sólo entonces, la desocupación aumentará significativamente y el dinero se esfumará.

Y el presidente saldrá a decir que venció a la inflación. Y como la desocupación se vive como una vergüenza privada –a diferencia del aumento de precios, que es tema diario en la calle, constantemente–, el éxito será festejado. Porque el éxito del macrismo es semejante transferencia de ingresos desde los trabajadores a los empresarios, que no se sacia siquiera con la destrucción del trabajo, con la autodestrucción.

Esto no es un futuro fallo de gestión o un espanto profético. Son apenas las primeras consecuencias obvias de las medidas que ya se lanzaron. Son trazos de una descripción de lo que va a pasar si, finalmente, se cumple el deseo que tiene todo argentino decente y racional.

Que al presidente le salgan bien las cosas.

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