Carta a los amigos

Quiero comentarlo con la gente que, como yo, está a un paso de los sesenta años y con quienes están a años luz de ello. Quizá, aunque esté lejos de mi ánimo, algunas de las cosas que estoy pensando en este momento parezcan quejas lastimosas que muevan a algunos a la conmiseración; pido disculpas por ello. Pero no quiero dejar de escribir, porque quiero conocer lo que ustedes opinan.

Envejecer no tiene nada de sublime. Ni siquiera se incrementa la sabiduría. Las pocas cosas que uno ha aprendido sólo por andar por ahí, por haber leído tantos libros, por haber conocido a tanta gente, ven disminuido el fulgor de su riqueza por los miserables achaques que la edad conlleva: la artritis en las rodillas, la tos de la mañana, la falta de gracia en los movimientos. No has podido adelgazar lo suficiente, no hacés toda la gimnasia o las caminatas que te harían más liviano, fumás como un alocado jovenzuelo que no puede prever que es muy posible que el pucho te mate.

¿Cuál es la ventaja de envejecer? Unos pocos años más y tus hijos, como dice Susana P., te invitarán al cine y de pronto te encontrarás conque la película es un hogar para ancianos en donde a nadie le interesa tu opinión. Ahora vivo sola, y aunque una de mis gatas se ha ido, ha quedado otra. Y ha quedado toda esa cantidad de cosas que me ha dado una educación universitaria: amigos cultos, la posibilidad de amar un libro, una película, una puesta de sol, un gato.

La mente, más lenta para entender indirectas, implicaturas, sobreentendidos y sutilezas, se ha vuelto muy torpe, a veces intolerante. Antes de encontrarte con un amigo lo pensás dos veces: ya sabés de qué se va a hablar. De lo de siempre. Esto es, por un lado, un poco tranquilizador, y, por otro, irritante. Depende del estado de ánimo. Entonces te decís: ¿por qué no me quedo a leer el libro de ese escritor yanqui que se suicidó hace poco, maldito sádico que escribe un cuento con descripciones varias de arañas venenosas, dios de la literatura cuyas palabras fluyen como cascadas interminables, iluminadas por un sol de perpetuo mediodía? ¿Por qué no me quedo a ver de nuevo esa película de Alain Resnais donde hay ese personaje que se desdobla con un candor tan horrible que, en la habitación donde conversa, hace caer una nieve tan fría que toda la pantalla se oscurece y se hiela?

Pero un día es al revés. Los libros te parecen poco y querés salir a encontrarte con la gente que amás y sabés que te ama, para entrar en conversaciones tipo comunión, porque sí. Las mismas discusiones de política, las risas por las cosas de siempre, un asadito, un vino.

Uno sigue siempre listo para la belleza. La belleza opera como una sustracción inusitada, preciosa, ante la visión de lo Real, abominable, que la vejez ofrece. Uno sigue siendo sensible.

¿Todos nosotros? ¿Todos los que tuvimos la suerte de apreciar las infinitas manifestaciones de la belleza?

Amigos, ¿qué nos pasa cuando nos ponemos a exaltar, de viejos, las cosas que despreciamos a los 20 años? ¿Qué ha sido de nosotros cuando nos ponemos a pensar que los republicanos de España nos siguen conmoviendo, pero quizá porque están lejos de nosotros? ¿Cómo se han vuelto tan lábiles las convicciones que teníamos como para que hagamos referencia a tanta gente tan querida, que dio su vida por un mundo mejor y que recordamos ahora como idiotas útiles, como “perejiles”, con las mismas palabras que en la cana les escuchábamos decir a los idiotas y que le escuchamos llorar hace poco a Luciano Benjamín Menéndez? ¿Qué nos pasó que de jóvenes fuimos valientes, cantamos con Serrat, nos aprendimos de memoria las canciones de la guerra civil española, leímos Reportaje al pie del patíbulo, nos reímos con los poemas desafiantes de Roque Dalton, de Ferlinguetti, de Allen Ginsberg, y ahora tenemos el mismo lenguaje miserable de los dictadores?

Quizá algunos me dirán: “Crecimos. Hemos mirado hacia atrás y hemos visto nuestros errores”. ¿Cómo estar tan seguro de no estar equivocándonos ahora?

De jóvenes, nos dábamos el lujo de discutir todo a nuestros padres, a nuestros maestros, a nosotros mismos. Pero todo, todo. Mirábamos de frente, seguros de que el presente era de lucha y el futuro, nuestro. Y decíamos, proclamábamos, nuestras verdades. ¿Quién se apropió de nuestro futuro, qué es ahora?

Supongamos, dice mi amigo Jaime, que no sean ni siquiera 8 mil los desaparecidos. Supongamos que hayan sido 4 mil. Nadie duda de que las diferencias de cantidad puedan volverse, en algún momento, de calidad. Pero, en el caso de nuestra historia, ¿qué queda afectado por la diferencia numérica? Simplemente, la credibilidad de las Madres, de los organismos de Derechos Humanos. Como en cualquier tribunal del mundo, la puesta en duda de la consistencia moral del testigo incide negativamente sobre la credibilidad de su testimonio.

[quote_box_right]¿Cómo se han vuelto tan lábiles las convicciones que teníamos como para que hagamos referencia a tanta gente tan querida, que dio su vida por un mundo mejor y que recordamos ahora como idiotas útiles, como “perejiles”, con las mismas palabras que en la cana les escuchábamos decir a los idiotas y que le escuchamos llorar hace poco a Luciano Benjamín Menéndez?[/quote_box_right]Supongamos, entonces, que las Madres mienten. Esto es grave, puesto que, dada la alta valoración que nuestra sociedad dice tener de las madres –desmentida, entre otras cosas, por las mujeres que se quedan sin trabajo por estar embarazadas o por los jueces y los católicos fundamentalistas que obligan a asumir la maternidad a una niña–, que una madre mienta la vuelve ruin y la llena de vileza. Así, supongamos que las Madres mienten. ¿En qué afecta esta impostura al rol histórico de guardianas de la dignidad que ellas ostentan? ¿Podemos mirar de frente a las Madres y asegurarles que no tienen ninguna credibilidad, porque los organismos de derechos humanos mienten al decir que los desaparecidos no son 30 mil, son apenas 8 mil? ¿Qué es esta moral de contadores de cuarta?

Hagamos la prueba. Digámosle de frente a una Madre: “Su hijo no ha muerto, usted está llorando a un idiota útil o un perejil que debe estar paseando por París”. Digo: las palabras son un muro que nos separa y nos relaciona de la realidad, pero el acto de hablar nos constituye en sujetos de la enunciación, y nos remite al primer enunciador, al lugar desde donde vienen las palabras que decimos. Y ese lugar, ese enunciador, en este caso, está en todos esos llorones que no comprenden que, cumplida su misión histórica de torturadores y asesinos, son descartados y van al muere. O sea: decirle a una Madre que miente es obsceno.

A la derecha le gustaría escribir la historia con el triunfo de la desgraciada teoría de los dos demonios. A propósito: historiadores con conocimientos seguros de sociología aceptan, en la teoría, que una sociedad conflictiva es más democrática que otra en donde el consenso se asimila a la pax romana. Pero en lo que a mirar de frente se trata, ¿qué le proponemos a los viejos dictadores? ¿“Hagamos un acuerdo: que no exista más conflicto entre la dictadura y la historia”? ¿“Finjamos que no existió una dictadura cuya crueldad no tuvo nada que envidiarle a los franceses en Argelia, a los fascistas en España, a los yanquis en Vietnam o en Irak”? ¿“Olvidemos”? ¿“Perdonemos”? ¿Qué acción de olvido restituirá a los 4 mil –8 mil, 30 mil, elija el número– secuestrados, torturados, desaparecidos, a sus vidas, a sus familias, a sus madres, a sus hijos, a su país? ¿Tanto se nos ha derretido la mente que comparamos a, supongamos, una organización que se pretende revolucionaria con el aparato de Estado más criminal y sistemático habido y por haber en nuestra América? Porque asesinaron obreros, abogados, científicos, periodistas, amas de casa, estudiantes universitarios y chicos del secundario, escritores, etc. Y de qué modo. Porque pegarle un tiro en la cabeza a otro es algo monstruoso, sin duda. Pero cortarle los pechos a una jovencita antes de tirarla al mar, abombada por las drogas, ¿no es de una perversidad abominable? ¿No es que es función del Estado castigar un crimen con un juicio y, eventualmente, la prisión? ¿Adónde nos ha llevado nuestra inconsistencia si creemos que podemos reconciliarnos con funcionaros públicos asesinos, que torturaron tan salvajemente que no podemos ni imaginar lo que significó ser enterrado vivo, ser picaneado delante de la pareja de uno, ser despojado de su hijo, ser violado en mitad de una fiesta atroz?

No me voy a referir a este asunto actual referido a quienes caen bajo la figura de crímenes de lesa humanidad –ya que en el Estatuto de Roma queda margen para la interpretación política, como ocurre con todas las leyes–, porque para mí es clarísimo: sirve, en este caso, para justificar la teoría de los dos demonios. Por otra parte, como lo dice Feinmann, en pocas palabras: “Los guerrilleros ya fueron juzgados. Los tiraron vivos al Río de la Plata. ¿Qué otro juicio piden?”.

Digo yo, si tan lejos quedamos del espíritu de nuestra juventud, ¿quiénes somos? Pero, más triste aún es otra pregunta: ¿quiénes fuimos? ¿Cómo afectan nuestras acciones actuales el significado de lo que fuimos? ¿Qué clase somos de traidores, de canallas, que ahora preferimos olvidar? Ahora, que somos intelectuales del sistema capitalista: que estamos aquí para decir lo que ellos piensan pero de forma más precisa –para eso somos cultos–, más artera –para eso somos sutiles–, más reaccionaria –para eso fuimos revolucionarios.

Amigos, contéstenme.

Publicado en Pausa #22, 10 de octubre de 2008.

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