Sin pasar por el Congreso, los militares recuperan poder en un nuevo mapa del cono sur.

La noticia no pasó desapercibida, pero tampoco provocó demasiado revuelo. Parece que la costumbre está cimentada. El apego a la ley, a las instituciones y a los mandatos republicanos es una demanda que sólo parece repetirse desde los márgenes del poder. El presidente derogó por decreto una de las leyes más modernas, internacionalmente reconocida y debatida que hayamos tenido: la Ley de Medios. También intentó nombrar dos jueces para la Corte Suprema con el mismo método. Modificó los requisitos para el nombramiento del responsable de la Oficina Anticorrupción, en función de poner a su actual funcionaria, Laura Alonso. Vació al Poder Ejecutivo, violando masivamente el derecho laboral, con despidos carentes de justificación y de todo ajuste al procedimiento administrativo.

Mauricio Macri avaló un protocolo antipiquetes que tiene un enunciado ejemplar a la hora de entender el concepto de estado de excepción: “Los manifestantes deben desistir de cortar las vías de circulación de tránsito, deberán retirarse y ubicarse en zona determinada para ejercer sus derechos constitucionales”.

Habría que ponerle un marquito: los derechos constitucionales, ahora, tienen zonas donde existen y zonas donde no. La ley –en este caso, un mero protocolo– explicita cuándo sí funciona la ley –¡la Constitución!– y cuándo se genera una laguna –una zona– donde se disuelve en el aire.

En su discurso de apertura de las sesiones legislativas el presidente fue, también, explícito. “Este año se cumplen 40 años del golpe militar. Que nos sirva para decir todos juntos: nunca más a la violencia institucional y política”. Al menos la teoría de los demonios, tal como fuera enunciada en el prólogo al Nunca más, no abdicaba en denominar a la dictadura como genocidio y como terrorismo de Estado. De manera coherente, el 30 de mayo, con motivo de celebrar el Día del Ejército, el presidente llamó a “dejar atrás enfrentamientos y divisiones”. Y al otro día dio una prueba cabal: por decreto derogó otro decreto, que firmara Raúl Alfonsín en enero de 1984 –los albores de la democracia–, otorgando espacios de autonomía a las Fuerzas Armadas de una amplitud, por lo menos, inquietante.

¿Hay falla institucional en la forma utilizada para tomar la decisión? No. Un decreto puede desplazar a otro decreto, anterior. ¿Puede quedar afuera del Congreso –del debate público– el tratamiento sobre la estructura, gestión y futuro de la fuerza que le da razón a la existencia misma del Estado Nacional? Hasta el momento, todo indica que sí.

Se ve, entonces, con claridad, cómo aquello que se llama “diálogo” y “República” no es más que una espuma que flota según cómo soplen los vientos de la voluntad política. No es nuevo. Al fin y al cabo, los peores estragos de nuestro país se justificaron –siempre– en el salvataje de las instituciones y de la República.

Fuera de la mirada

Con el decreto 721/2016, el Poder Ejecutivo decidió enajenar el manejo democrático de la principal fuerza letal de la Nación, la que históricamente más cadáveres de argentinos produjo. Relativizar la importancia de la nueva autonomía de los hombres de verde para generar designaciones (incluso en funciones docentes), ascensos, bajas, altas, retiros y cambios de destino es desconocer completamente no sólo la historia de las Fuerzas Armadas sino la lógica estructural de su funcionamiento. Esos seis puntos son el nudo de toda la política interna castrense: quién sube, quién baja, cómo se forman y dónde se forman los militares.

Toda la revulsiva y compleja dinámica militar ha quedado fuera de la mirada del Estado, y el Estado fue quien tomó la decisión de que así sea, sin debate alguno. ¿Puede percibirse el mazazo a la República que entraña este decreto?

La Universidad es una institución del Estado autónoma y autárquica. Elige sus autoridades y maneja su presupuesto. Se entiende que la producción de conocimiento científico demanda esa suerte de existencia paralela como poder. No es inexacto el término: hay un poder científico. Pero los libros no son fusiles automáticos ligeros y la democracia universitaria –con sus radicales, sus peronistas, sus liberales y sus izquierdas– no es la cadena de mando castrense, ni su cultura de silencio y secreto, su pasado ominoso y su trayectoria colonial servil.

Una de las mayores dificultades que tuvo la transición democrática alfonsinista fue la de, al menos, conocer la anatomía y las reglas que explicaban las características de las Fuerzas Armadas. El Estado argentino prácticamente ignoraba cómo se manejaban los hombres de verde. Había vasos comunicantes en la Iglesia y el empresariado, en la Embajada si se quiere, pero el conocimiento civil, político y académico era prácticamente nulo. Se desconocían las diferencias y las feroces luchas intestinas entre los recoletos altos mandos, los comandos veteranos de Malvinas, los gordos zumbos apaleadores de colimbas, oficiales con y sin cuartel, por dar ejemplo. Porque siempre las Fuerzas Armadas se habían regulado a sí mismas y eran las Fuerzas Armadas –por su autonomía– las que tutelaban al Poder Ejecutivo, no al revés. No era el Estado el que tenía el monopolio de la fuerza legítima, era la fuerza de facto la que legitimaba al Estado civil de derecho.

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La autonomía de funcionamiento de las Fuerzas Armadas licúa el monopolio civil sobre la capacidad de matar. ¿Ahora sí puede percibirse el mazazo a la República que entraña este decreto? ¿O es necesario traer también a colación los intereses militares norteamericanos en el cono sur?

Después de este decreto: ¿quién es el dueño real del poder de matar en Argentina?

Subir el cuadro

Alfonsín comenzó a cerrar el capítulo de dictaduras iniciado en 1930 con el decreto que Macri derogó. Los Juicios a las Juntas posicionaron al Estado y a los ciudadanos en un lugar inédito, cuyo alcance se extiende a toda la humanidad. Sin embargo, materialmente, el fin de las Fuerzas Armadas tutelares y embadurnadas de sangre es algo que se le debe al menemismo, por partida triple.

Hubo cuatro alzamientos militares en democracia. Sólo el último, en diciembre de 1990, fue reprimido abiertamente por fuerzas leales al Poder Ejecutivo. En los tres anteriores, durante el alfonsinismo, el grueso de los milicos estuvo expectante, silbando bajito u ofreciendo apoyo público a los carapintadas. En 1990, entre otros lugares, habían tomado el Edificio Libertador. No sólo es la sede principal de las Fuerzas Armadas: queda a metros de la Casa Rosada. Martín Balza, que todavía no era Jefe de Estado Mayor, reventó a cañonazos la sublevación, sin ambigüedad ni tibieza. Ese fue el primer momento: las rebeliones ya no terminarían en negociación, sino en represión, más allá de que lograsen luego sus objetivos, como el indulto. El segundo momento puede puntuarse el 31 de agosto de 1994, cuando se le da fin al Servicio Militar Obligatorio. Junto a la escuela pública, la colimba –nacida en 1904– fue la máquina más eficaz de creación de argentinos. Era una pastoral de la disciplina totalitaria, la última instancia del reformatorio social, el eje cultural de un tradicionalismo paquete, abrumador y asesino. El tercer momento también lo protagonizó Balza, en el ámbito mayor del debate público, la televisión hogareña. El 25 de abril de 1995, frente a Bernardo Neustadt, asumió la total responsabilidad de lo actuado por los militares durante el genocidio, anuló el concepto de Obediencia Debida y enarboló la subordinación al poder civil.

Esta enumeración ubica en otro plano los gestos y las políticas llevadas adelante por el kirchnerismo en su relación con los militares. La sucesión de juicios a los genocidas y el retiro de los cuadros de Videla y Bignone del Colegio Militar el 24 de marzo de 2004 son, antes que nada, el inicio de un intento de construir a las Fuerzas Armadas hacia otro futuro. El esbozo de cierta política industrialista –por llamarla de algún mal modo– para Fabricaciones Militares también iba en esta dirección. Malos salarios, mala gestión y pobre atención a los requerimiento castrenses obraron de modo contrario.

macrimilitaresEl decreto emitido por Macri amputa de raíz este camino y, al saltear el Congreso, con la anuencia ya expresada por sus socios republicanos, obtura el establecimiento de cualquier agenda de debate sobre la política de defensa. Es una clara vuelta al pasado pre-democrático: con la autonomía para designar oficiales retirados en funciones docentes, ¿cuántos milicos que rezumaban rabia durante los juicios a los genocidas de los 80 y del nuevo milenio podrán estar ahora delante del pizarrón en el Colegio Militar? Pero también es una fuerte apuesta al futuro: con la libre disposición de los cambios de destino, ¿alguien sabe quiénes partirán a tomar cursos en lo que sea que ahora ocupe el antiguo lugar que otrora se llamara Escuela de las Américas? ¿Cómo será el nuevo escenario de movimiento de tropas en el cono sur, caídos casi todos los gobiernos populares? ¿Para qué sirve la Secretaría de Estado norteamericana?

 

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