Sinceramiento, absurdo y memoria

El discurso neoliberal repite sus consignas por tercera vez y resuena como una voz única.

León Gieco será re comprometido y exhibirá ademanes de tolerable trasgresión, inquietudes legítimas en un cantautor de su tipo, pero la memoria es el más maleable depósito de nuestras justificaciones. No está guardado todo en la memoria, la memoria no pincha hasta sangrar y nunca, jamás, puede andar libre como el viento.

La memoria se sepulta cuando es total la derrota de quienes abrevan en ella. En su mayor fortuna, se sepulta en artículos académicos o libros de historia, en los cuales podemos, con suerte, enterarnos, por ejemplo, de que el último malón –y su posterior y lógica masacre de indios– ocurrió acá nomás, en San Javier, abril de 1904. Se sepulta también en el anecdotario, el relato de episodios singulares, el género de la efeméride colorida. No sabemos quiénes han sido nuestros grandes artistas locales del siglo XX, con esfuerzo podemos recordar algunos nombres de la escena o la pantalla nacional. Pero, ¿sabe un menor de 40 años, letrado y todo eso, quién es José María Paolantonio, o que Carlos Mario Peisojovich, el “Peiso”, supo conducir y generar el primer programa de rock en la TV abierta local, con visos de loca psicodelia y mayor innovación que cualquier ex canal de videoclips continuados? Ni siquiera hay que matarlos o premiarlos, y entonces, sí, evocarlos en sentido homenaje, para observar la flaccidez de la memoria local, arrasada por los símbolos de las propaladoras de la cultura porteña. También, en el futuro próximo cercano, se sepultará la memoria  en las capas y capas y capas de ordalía digital informativa continua y la espesura del meme nuestro de cada día.

Evocar un hecho del pasado no es un ejercicio de memoria. Es poco más que recordar. Traer al presente una información, una brillantina de lo que fue, una anécdota amena. La memoria, se supone, ha de ser otra cosa, más próxima a una vacuna. Serían los cimientos que evitan recaer en viejos errores. Se dice: la memoria de las luchas, la memoria de la resistencia, la memoria de nuestros caídos o de nuestros mártires, y parece que esta vez va a ser distinto, que esta vez no va a ser como antes, que ahora somos mejores, que lo vamos a lograr, que esta vez sí, que ahora sí se puede. ¡Sí-se-puede!

La memoria es de plastilina y siempre es parcial. No hay una sola memoria, hay varias. Y esa variedad depende de quienes tienen el mango de la sartén y quiénes se están fritando. La teoría de los dos demonios es una forma de construir memoria. Se creyó superada. Pamplinas. Las memorias son pura estrategia. Punto por punto se explican por las posiciones presentes que tienen los jugadores en el tablero, no al revés. Los momentos actuales producen el relato coherente de los hechos que sirvieron como precursores. Borges enseñó esto: “cada escritor crea sus precursores”. La memoria es la escritura de una historia que explica cómo llegamos a donde llegamos. Lo fundamental es, entonces, el lugar en donde estamos.

¿Qué importa quién habla?

¿De qué sirve señalar que Mauricio Macri repitió una frase apócrifa de Carlos Menem? “Si yo les decía a ustedes hace un año lo que iba a hacer y todo esto que está sucediendo, seguramente iban a votar mayoritariamente por encerrarme en el manicomio”, dijo el presidente, ponderando la eficacia del engaño en el que hundió a parte de sus votantes, ya que en verdad una gran porción del electorado –y del suyo en particular– sí sabía con exactitud la orientación que iba a tomar su gobierno.

Dale León Gieco, ¿cuál es la utilidad de señalar que Macri sinceró su mentira y replicó lo que se dice que Menem dijo?

¿Para qué recordar lo que decía Menem del “sinceramiento”? Corría mayo de 1990 y el presidente sonaba igual que Macri ahora. O al revés. Da igual. Decía Carlos Saúl Menem en 1990, en su discurso de apertura de las sesiones del Congreso: “El verdadero capitalismo excluye a la burocracia estatal y a la incompetencia privada. (…) El primer paso, entonces, consistió en sincerar el debate sobre nuestra economía nacional. (…) Otorgar reglas de juego lo más estables posibles, dentro del terrible devenir impuesto por la crisis. Hacer más transparentes los mecanismos económicos. Menos trabados por decisiones ajenas a los propios actores centrales de nuestra economía”. Decía, también, Mauricio Menem: “La economía popular de mercado que propone mi gobierno escapa a los caprichos ideologizados de cualquier signo, a las imposibilidades partidistas, a los dogmas sectarios”. Y decía: “Los argentinos vivimos durante años encandilados por un eclipse fatal. Vimos Estado allí donde había burocracia. Vimos gobierno allí donde había trabas. Vimos servicio allí donde había explotación”. Y decía Carlos Macri: “Nuestra decisión, desde el primer instante, fue una y sólo una: la Argentina no podía seguir siendo un país populista de bolsillos vacíos. Una republiqueta sentada sobre la fuga de sus mejores talentos. Un país encarcelado en el círculo vicioso de la especulación, la estafa institucional y la declinación”. Y prometía “romper el nudo donde se mezclan intereses sectoriales, robos cotidianos, lobbies perfectamente organizados, grupos de presión, bastiones de prebendas, auténticos feudos de privilegios”. Y sufría, Mauricio Carlos: “La opción elegida fue la más dura, la más compleja, la más dolorosa. Para todos, empezando por mí”.

Si la tragedia de la dictadura se repitió como farsa en el gobierno de Menem, ahora estaríamos en un pleno absurdo.

Puchero de historia

Tras de la devaluación por la liberación del cepo cambiario, Mauricio Macri y su ministro de Obras y Servicios Públicos, Roberto Dromi, firmaron la Reforma del Estado y privatizaron las empresas públicas, teléfonos y ferrocarriles a la cabeza, antes de que el ministro de Energía Juan José Aranguren produjera el tarifazo y después de que el malogrado ministro de Economía Miguel Ángel Roig pergeñara la Ley de Emergencia Económica, desarmado todas las políticas de promoción industrial. En ese primer semestre de 2016, como se ve de manera mucho más explícita que en el discurso de Menem de 1990, la gestión de Macri tuvo que afrontar la hiperinflación que le legó el corrupto, populista e ideologizado gobierno de Raúl Alfonsín. En la actualidad, antes y después del triunfo sobre Daniel Scioli, el presidente Menem repitió la estrategia de construcción de su discurso público: el “no te vamos a quitar nada de lo que ya tenés”, que prometió Eduardo Duhalde para ganarle a Aníbal Fernández, equivale al “salariazo” y a “la revolución productiva” con los que Macri superó a Angeloz en 1989.

El monocorde absurdo revela la ausencia de disonancias: el sinceramiento es la liberación de las fuerzas del mercado; la intervención del Estado es un sistema de corrupción populista; la bonanza del bienestar es un engaño masivo; el mayor dolor lo sufre el tipo que te está achurando.

Testimonio

Por un tiempo, la memoria del neoliberalismo intentó aunar el recuerdo de la crisis del 2001 con el análisis de los efectos de las políticas públicas iniciadas por el menemismo. Sin embargo, la derrota de Menem no fue por el ruinoso resultado de su gestión, sino por la condena moral a los casos de corrupción y a su estrafalaria vida privada. El inolvidable “Dicen que soy aburrido” de Fernando De la Rúa significaba más que un slogan de campaña: era la garantía de que la Convertibilidad iba a continuar y de que el problema no era la orientación política, sino sacarse de encima el error riojano.

Votamos a Menem, transfigurado en lo que se vendía como un tipo honesto. Hasta el “Chacho” Álvarez defendía, en la cuesta final, la designación de Domingo Cavallo como ministro de Economía.

Pero, ¿para qué esta flagelación, decime, León Gieco? ¿Adónde estamos, juntando figuritas de hace varias décadas, escarbando en discursos antiguos, recordando a ministros de Bunge & Born?

Acá estamos. La memoria también está para dar testimonio. Y eso sirve para recordar que no estamos sepultados.

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