Uarini

Uarini es un pueblito perdido en la Amazonia brasilera. Se pronuncia acentuándolo en la “i” final, uariní. Queda a tres horas de lancha rápida desde Tefé, la segunda ciudad más grande del estado de Amazonas. Allá el tiempo se mide según la velocidad de la embarcación: lo que se recorre en tres días de barco, puede recorrerse en 12 horas de lancha rápida.

Llegamos al mediodía. Era la época de la seca, así que el atracadero había quedado demasiado playo. Las lanchas y barcos anclaban a doscientos metros de la costa, y de ahí venían canoas a remo a buscar los pasajeros con todo su equipaje. Cuando dije que era argentina, uno de los de la canoa me dijo: “Aquí morou muitos anos uma argentina, vinha fugindo da guerra.” Me cuesta imaginarme la vida de esa mujer ahí, escapando del terrorismo de Estado en el universo paralelo que es la amazonia. También sé que su caso no es único.

En Uarini nos quedamos solamente unas horas hasta tomar otra lancha para ir a una comunidad de la que me olvidé el nombre. La partida se demoró por causa de la seca, así que se hizo de noche cuando todavía navegábamos. El conductor y mis compañeros iban preocupados: navegar en la oscuridad es peligroso, si hubiera troncos o ramas caídas en el cauce del río no los ves hasta que ya es demasiado tarde. Pero yo iba encantada, agradeciendo que gracias a la seca podía ir ahí, fluyendo, viendo brotar las estrellas con la música de la jungla enredándose por las ramas altísimas de los árboles.

Llegamos a la comunidad bien de noche y yo sentí que soñaba. En las calles, empedradas, jugaban los niños bajo las luces débiles de unos foquitos. Jugaban con autitos hechos de tablas, a los que arrastraban con una soga. Parecían ángeles o fantasmas, sus risitas y murmullos se escabullían en la penumbra. Al día siguiente los vi: eran hermosos, tímidos y a la vez desvergonzados, que se reían de mi mal portugués y jugaban a no entenderme. Michael, que vivía en la casa donde paramos y se hizo mi amigo, me concedió el privilegio de entenderme, y “traducía” para los otros. A los pocos días me había convertido en la rareza de la comunidad, y los chicos venían a mirarme a la siesta mientras estaba tendida en la hamaca paraguaya. “¿Vocé mora onde?” Me preguntaban entre risas. Y yo respondía por quincuagésima vez: “En Argentina”. Michael les mostraba a todos en un manual de la escuela que encontramos en su casa dónde quedaba eso (yo se lo había mostrado), y dónde vivían ellos también.

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