Un semáforo anarquista

“¿Alguna pregunta o comentario?” Repite el moderador y un ejército de hormigas invisibles sube por las patas de las sillas hasta las pantorrillas y algunas espaldas del público presente. Las hormigas además de invisibles son frías y tienen plumas. La conferencia tiene un final prolongadamente incómodo. Juan Carlos cuenta cinco personas que se levantan como queriendo reducir a cero la gravedad de sus cuerpos y decide ser el sexto.

Juan Carlos luce pantalón gris, chomba a rayas celestes y azules y zapatos negros relucientes. Antes de salir pasa por el baño a lavarse las manos, hay jabón para manos pero no papel; saca un pañuelo del bolsillo con la punta de los dedos y se seca camino a la calle.

Azucena cruza la avenida con los auriculares puestos, tiene una pollera verde y una camisa que parece una campera o al revés. Juan Carlos ruega a todos los dioses que le den una chance de alcanzarla. Alguno se lo concede y la alcanza en el boulevard. Ella se saca los auriculares y sonríe. El semáforo demora casi como el final de la conferencia. Juan Carlos le cuenta que el primer semáforo explotó el día que cumplía un mes y mató al policía que lo controlaba. Azucena le pregunta si era un semáforo anarquista, Juan Carlos se ríe y no le cuenta un montón de otras cosas que sabe sobre la historia de los semáforos, porque no quiere exagerar y porque la luz verde brilla como una invitación.

Luego de caminar una cuadra se hace un breve silencio y Juan Carlos ya no soporta la levedad azarosa de ese vínculo transeúnte. Entonces pregunta, tímido, y confirma que Azucena está volviendo a su departamento que queda camino del suyo. En la esquina antes de llegar, Azucena se detiene, abrupta, y pronuncia un apellido: Montero. Juan Carlos ve un tipo parado en la puerta de un edificio, que fuma, escupe y mira, vigilante, hacia todos lados. Azucena lo agarra de la mano y dobla.

En el balcón de Juan Carlos, Azucena acaricia las hojas del limonero de maceta, Juan Carlos trae una copa de vino para ella, un Terma con soda para él y una picada de aceitunas, queso y pan. Un rato después, como si fuera poco, Azucena saca una armónica del bolsillo y toca. Juan Carlos ve las sombras de los dos proyectadas, excediendo sus cuerpos, ve el paisaje habitual de los autos en la calle y siente que en ese preciso instante la vida se parece a esa música, que cada cosa está en el lugar exacto de la felicidad. Ya en total confianza le pide una canción de los Iracundos. Azucena descubre que se hizo tarde y prefiere no ser acompañada. Juan Carlos, extasiado, respira profundo por todo el departamento tratando de meterse en el cuerpo hasta la última molécula del aroma que Azucena dejó a su paso como una primavera salvaje.

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