El Rosa de noche

Tres muestras inauguraron el 10 de noviembre en el Museo Rosa Galisteo: La luz en la tormenta, arte moderno entre dos guerras, Inventario y Lo que pasa durante, construcción sobre el dibujo. Te contamos desde adentro cómo fue la velada de apertura.

Hay un inconveniente con el sistema de sonido. Para relajar un poco doy una vuelta completa, salgo de la sala, paso al espacio central y leo: “¿Qué es un museo?”. Dejo atrás los sillones, doblo a la derecha, me detengo en la sección de Santiago Villanueva: Museo del Fondo del Paraná. Son obras devueltas al río, Supisiche, Piccoli, López Claro, otros. Una pareja entra detrás de mí y raudamente se acerca a las fotos. Hay un equipo de registro audiovisual (camarógrafo, sonidista, asistente); a la señal de la asistente, el camarógrafo gira 180º la cámara para tomar la acción de la pareja, el sonidista levanta la caña y avanza sin dejar de mirar al camarógrafo para que éste le señale si entra a cuadro o no. Para no interrumpir me apoyo en la pared opuesta y camino muy lentamente hacia la Sala de Prácticas, la muestra de Maxi y Cintia. Con un gesto, la asistente del equipo de registro me habilita a que cruce por delante de la cámara. A esta altura no entiendo si ellos son un equipo de registro o si también forman parte de otra muestra. Me siento sobre unas ruedas de automóvil, el suelo está cubierto con una alfombra de goma. Hay olor a caucho. Pasa gente que espera que pase algo. Maxi insiste con el control remoto, pero no hay caso el sonido no arranca. Me incorporo y levanto los brazos, trato de estirar. En las pocas salidas con el grupo de runnig no le daba demasiada importancia a la entrada en calor, digamos que no lo asimilé y ahora se ven los resultados; me muevo hacia un lado, me muevo hacia el otro. Como forma de elongación, pienso, debe verse algo lastimoso. En el rincón opuesto una compañera hace lo mismo, pero con mayor convicción. Más acá, en el suelo, Lucía está tomando una de las bolas rojas y también comienza a estirar. Me subo a la bicicleta y empiezo a pedalear. Son las 20:30.  El chirrido que hace la cadena de la bici fija ocupa todo el espacio sonoro; quizá también porque se redujo un poco el ruido ambiente que provocaba el ir y venir del público. Me concentro en la pantalla que tengo enfrente. Los videos que emite la pantalla dan cuenta de espacios de autogestión dispersos por la provincia, grupos de personas que caminan por un camino rural o hablan entre ellos, se cuelan algunos testimonios pero la cadena de la bici fija se encarga de que sean sólo balbuceos. Aparece un fotógrafo que se pone al lado de la pantalla y me saca una foto. Hay muchas personas registrando de manera profesional; signo de los tiempos, el eco de las cosas es tan real como la cosa misma. Luego (el fotógrafo) se coloca de mi lado, a la altura de los ojos, y hace una toma de la pantalla. Mi subjetiva, pienso, será. Creo que la Sala de Prácticas ya se colmó de gente. Dos mujeres se sientan, risueñas, en las ruedas de goma. Por un momento la pantalla de video se oscurece y en el reflejo veo a cuatro compañeras ejercitando con las bolas rojas. El reloj marca las 20:35. Me bajo de la bici y giro hacia el centro de la sala alcanzando una visión general de lo que está pasando. Al fondo tres compañeros hacen ejercicios en la estación de los cajones de madera; en el centro las bolas rojas generan un movimiento hipnótico. Recién ahora me percato de la presencia del sonido ambiente, la pista de una banda local que no alcanzo a identificar. El público se concentra principalmente en los laterales que comunican con el exterior. Algunos pocos quedaron atrapados, y permanecen inmóviles en los rincones del interior de la sala. Una compañera deja la bola roja y otra ocupa el lugar de la bici fija. Rotación. Con la bola roja en las manos me pregunto: ¿Qué hacer? Recuerdo una posición en karate que se llama shikodachi.  Mi sensei saltaba sobre los muslos para comprobar que estábamos bien afirmados al suelo. Shikodachi  es una gran posición. Me pongo en shikodachi y hago sentadillas, cuatro series de diez. Son las 20:40. Aimé se sube a cocollito de Mana y salen por la puerta norte. Cuatro compañeras toman la puerta oeste para recorrer con las bolas rojas la sala central del museo. La mayor parte de la gente se traslada con ellas y amontonados vuelven a formar una medialuna como espectadores. Adentro quedamos solo dos, algo liberados de la mirada reconcentrada del público. Tomo una pelota de cuero, demasiado pesada y la golpeo contra la pared. En este golpear la pared me relajo y divago. No sé cuánto tiempo pasa y no miro el reloj.

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Las bolas rojas entran a la Sala de Prácticas, en fila india, a ritmo lento, como una danza que precede a la siembra. El movimiento del público ya es distinto, algunos se quedan en la sala central o vuelven a recorrer las otras muestras. Para cuando salimos hacia las escaleras que conducen a la planta alta dispersión, circulación y reposo ya se confunden.  En las escaleras hacemos carrera de postas, subir y bajar en series de seis. En algunas tandas tenemos que esquivar gente que baja con vasos de cerveza en la mano y que a nuestro paso ven zozobrar tan preciada bebida. Creo que ya estamos incorporados al paisaje del museo, entramos en calor y podríamos continuar si la rutina no indicara volver a la Sala. Dentro, el resto del grupo realiza una práctica con barras. Algunos presentes, vasos en la mano, los miran alzarse y descender  de los cajones de madera. Los que venimos de las escaleras vamos hacia la zona de los percheros. Maxi se acerca con una sonrisa en la cara. Tomo mi campera y salgo de la sala hacia la biblioteca del museo que hace las veces de vestuario. Daniela entra conmigo. Luego de a poco irá entrando el resto. No sé qué hora es. Nos relajamos, nos comentamos, nos damos un abrazo, nos cambiamos. Afuera suben el volumen, se escucha un piano eléctrico. Tomamos nuestros vasos y salimos a la fiesta.

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