El aire pesado del atardecer en Rioja y San Martín me urge a detener un taxi que, con las ventanas subidas, promete, al primer vistazo, frescura en su interior. Lo maneja un hombre bastante corpulento de unos cincuenta años que me mira a través del espejo y comenta algo relativo al suspiro de alivio que di al subir al auto.

Buena parte de mi vida transcurre en remises y taxis, desde que decidí, hace bastante tiempo, que si no me iba a comprar un auto, por lo menos no iba a volver a viajar en ómnibus. Por la costumbre, se me da fácil la conversación con los choferes.

—Tendré que elegir, al llegar a casa –digo– entre conformarme con el ventilador o prender el aire; todavía no hace tanto calor.

Ahí surgió un intercambio de datos acerca de cuántos aparatos de aire acondicionado y cuántos ventiladores había en la casa de cada uno, más la frecuencia del uso en años anteriores y quién prefería uno sobre otro y por qué algunas personas no soportaban el aire durante toda una noche y qué suerte que el calor santafesino se está demorando. Y, finalmente, cuánto habría que pagar por la electricidad, al final del verano, y todo transcurría de forma liviana y amable hasta que, queriendo tranquilizarme, me dijo:

—Usted tiene que pensar que pagar la luz no le va a salir más caro que una semana en el mar.

Esa frase me pegó en el plexo solar. Me quedé callada, pensando en sus palabras. Le di una palmadita en el hombro:

—Una cosa es haberlo votado, y otra muy distinta utilizar sus mismos procedimientos retóricos –le dije–. Por otra parte –agregué– yo no puedo costearme una semana en el mar.

Cualquiera hubiera creído que mi frase ponía punto final a la discusión, pero, no. Insistió el señor en su punto:

—Va a gastar lo mismo que…

—Es una premisa falsa –insistí–, no hay por dónde asegurarse en su razonamiento. Usted intenta imitar a Prat Gay cuando dijo que una factura de luz equivalía a un par de pizzas.

Me callé inmediatamente. No se puede discutir con semejantes tan desemejantes.

Lo de Prat Gay fue una canallada. No podés intentar reducir el sobresalto de la gente ante un aumento tarifario repentino y feroz, en un afán de ridiculizar el miedo, despreciando al usuario a la categoría de un infeliz que se gasta alegremente el dinero en comidas frívolas en vez de prestar atención a un requerimiento del Estado, como quien dice: eh, no es para tanto.

Tampoco podés, a esta altura del campeonato, seguir pensando con liberalidad marxista y buenas intenciones cristianas, que cada persona es más o menos buena, más o menos jodida, más o menos inteligente. No, señor, no es así. Hay gente que es inteligente y otra que vota a Macri o a Trump.

Sin embargo, lo que habría que pensar un poco más es cuán entrenada tiene que estar la imaginación para que te alcance para “una semanita en el mar”, por qué no un mes en Punta del Este o tres meses en Bora Bora, cuán encorsetada tenemos el alma para creer que lo mejor a lo que podemos aspirar, después de un año de trabajo duro, es pasar unos pocos días de vacaciones.

—Que tenga buenas noches –dije al bajar.

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