Lo último que digo

En las películas, siempre hay un par de minutos para que hablen los que están por morir. En hospitales, en la calle, en el piso de su casa o en el interior de un auto, alguien está muriendo y dice algo importante mientras otro personaje lo mira con la cara actuada para la ocasión. En las de suspenso o terror es mejor, porque los moribundos nunca llegan a decir lo que quieren y dejan a los vivos en la incertidumbre. En la “vida real” los que mueren también tienen, muchas veces, algo que decir, ni siquiera en ese momento son capaces de renunciar al habla.

Hay un sitio en internet que recopila las últimas frases pronunciadas por personas famosas. Algunas son tan improbables como geniales. Entre las mejores: “De verdad: ¿tengo pinta de marica?” dicen que Rodolfo Valentino les preguntó antes de morirse a los médicos que lo atendían por una peritonitis; “Hace mucho que no bebo champán... “, dijo Chéjov en su lecho de muerte; “¿Me estoy muriendo o es mi cumpleaños? “, preguntó la vizcondesa de Astor al ver a todos sus familiares alrededor de su cama; “Ocho horas con fiebre, ¡me habría dado tiempo a escribir un libro!”, dijo Balzac. Y una clásica: “No le dará ningún trabajo: tengo el cuello muy fino”, dicen que le dijo Ana Bolena a su verdugo.

En La muerte de Iván Ilich, Tolstoi describe la enfermedad de un funcionario ruso. El tipo se cae de forma estúpida de una escalera mientras le muestra a un tapicero como quiere colgar las cortinas en su nueva casa. “No me di más que un golpecito”, le dice después a su mujer, pero al tiempo las cosas se complican, Iván Ilitch empieza a sentir un dolor horrible y comienza su agonía. Su familia se apiada de él pero al mismo tiempo sigue su vida. “Tienen piedad de mí pero les conviene más que me muera”, piensa el enfermo. Y es verdad, los moribundos y los muertos generan sensaciones encontradas. Por un lado, la vida sin ellos parece imposible, como para ese personaje de Fogwill que viaja a su ciudad natal para ver a su madre muerta y cuando la ve en la morgue piensa “ahora yo también tendría que morirme”. Pero por otro lado, los muertos son un estorbo para los vivos, que necesitan moverse, salir a hacer mandados, comer. Justo lo que escribe Chéjov en su cuaderno de notas: “Mirando por la ventana al muerto que lleva el cortejo: ‘Te moriste, te llevan al cementerio, y yo por mi parte me voy a almorzar”. O justo lo que dice esta noticia que leí en el diario esta semana: “Una joven se sacó una foto hot en el velorio de su abuela”.

Al final Iván Illich muere, y también él tiene una última cosa para decir, que dice en voz alta: “Así que era esto. ¡Qué alegría!”.

Unas horas antes de morirse, mi abuela pidió varias veces su cartera, decía que tenía que salir. Pero lo cierto es que muchos se mueren callados, no dicen nada. Tal vez están experimentando algo inaudito, o tal vez sólo están cansados y quieren irse. Los vivos que los rodean entienden todo como para que los pobres moribundos, encima, tengan que explicarlo.

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