Balas que no se escuchan

Por Priscila Daiana Hernández (*)

Yo no soy adicto. Yo nada más de vez en cuando le doy unos besos a la tuca, pero tampoco la mambeo jodido. Eso, los besos a la tuca, a veces, son el único amor posible que encuentro. Aunque no busque nada. Excepto problemas. Lo único que hacés es buscar problemas vos y todos tus hermanos, me dice la vieja. A nadie le interesa nada ni afuera ni en la casa. Porque yo tengo una casa, donde vivo, pero no siento que sea mi casa. Ayer vino la vieja con el novio de nuevo y me dijo que me vaya con los pibes. Que raje. Yo estaba llorando. A veces lloro. Ayer me paró la cana cuando volvía de la escuela, voy a la secundaria. La vieja ni supo nada. Ella nunca sabe nada. Venía terminando de cruzar la avenida y en eso se me acerca el patrullero. Me tira que qué llevo en la carpeta. Yo traía la carpeta bien apretada bajo el brazo y una lapicera en el bolsillo de adelante y el fasito en el de atrás. Nada, le digo. Las cosas de la escuela. Uno me mira de refilón y se ríe. A todo esto ya iban pegados sobre el cordón a diez o a veinte y yo caminaba, caminaba tranquilo, si yo no había robado nada. Me dice que pare. El que manejaba me dice que pare. Yo suspiré. Me podía el cansancio. Yo solo quería llegar a la casa. A ver me dice, ponete contra la pared y dame la carpeta. Calladito. Le di la carpeta. Adentro tenía un par de cosas de la escuela, nada que me importe mucho o que no pueda conseguir después, pero estaba la carta que me había escrito la vieja la última vez que nos peleamos. La llevo conmigo en la carpeta de la escuela. A veces no me dan ganas de salir cuando toca el timbre, para qué, la gilada de la escuela está siempre en la misma y yo soy el negro que no tiene solución, eso me dijeron una vez, no me queda otra que volver y estar ahí aunque no tenga amigos, si mis amigos son los pibes del barrio, me quedo en el aula y dibujo, a veces leo algunas partes de la carta. Palabras sueltas. Perdoname. Perdoname, hijito. Sos lo más importante de mi vida. Yo no sé si es verdad. A veces pareciera que ni le importan nada sus hijos. Le digo al cana que no tengo nada en la carpeta, que son cosas de la escuela. Ah, sí, me dice. Mira, le dice el conductor que ya se había bajado, mirá el pibe, que aplicado en la escuelita, le dice al otro. Eran dos. Esto no es nuevo para mí. Yo ya estoy acostumbrado. Pero nunca voy a entender por qué la burla, qué les pasa. Yo ya sé que no tengo que decir nada, porque si digo algo es peor. Qué te pasa, nene, estás pensativo, me dice el otro. A ver, date vuelta. Miro para abajo. Hay momentos que me vienen como imágenes, la vieja diciéndome que me vaya, cuando me dijeron que no para entrar al laburo del súper, cuando era más pibe y los pibes de la esquina me pedían plata, la primera vez que me dieron una trompada, no por la trompada, sino porque era el puño de mi viejo, mi vieja no supo nada, me decía que era un mentiroso, hasta que le tocó a ella, miro para abajo, y se repite la idea de que haya un gran pozo en la tierra al que yo me pueda tirar en ese momento y que cuando vaya cayendo se me sequen los ojos y pueda gritar y nadie me escuche y a nadie le joda. A veces cuando fumo me pasa que se me abre algo adentro del pecho y yo siento que me tiro y caigo como al vacío, el vacío adentro mío, es como que voy cayendo y flotando y a nadie le importa. No soy lo más importante de tu vida, vieja. Me tocan. Me pasan las manos por los costados, me meten las manos en los bolsillos, me sacan la lapicera y el fasito. Mirá qué rico, dice el que me toca. Me tira unas palmadas fuertes en la espalda y dice que me vaya. Ya te vamos a enganchar, dice, mientras se sube al auto. Me tira la carpeta al suelo. Un golpe en seco. Me doy cuenta de que hay un hombre que mira desde el frente con las manos en los bolsillos. Se desparraman las hojas. Empiezo a juntar. El dictado de historia, el dibujo de la hora libre, las hojas en las que no escribí cuando tenía hambre, la carta de la vieja. Perdoname, hijito. Perdoname, ¿qué? Perdoname haberte hecho nacer para vivir en un barrio de mierda con gente de mierda y que me pasen estas cosas de mierda mientras sos una mierda, porque tu marido es una mierda y porque tu novio es una mierda y porque no te importa qué mierda me pasa. Me quedan dos cuadras para llegar y empiezo a correr. A veces quisiera morirme nomás. Que el pozo del faso sea cierto. O robarle a los ratis de mis amigos la 22 y rajarme un tiro. Tengo hambre y sueño y estoy cansado, no doy más. Quiero llegar a la casa. Quiero que la vieja no esté pero que suene de fondo la voz de ella mientras me hago un bollo en la cama y me diga que va a estar todo bien y que insista, que insista esa voz de la parte de la carta en la que dice sos lo más importante de mi vida, aunque no sea lo más importante de su vida, ni de la mía, ni de nadie.

Corro. Corro. Corro fuerte. Corro con ganas. Corro llorando. Las lágrimas salen disparadas. Son como tiros en silencio.

Estoy llorando balas que no se escuchan.

(*) Relato ficticio escrito en base a imágenes reales de la Avenida Blas Parera, en Santa Fe.

3 Comentarios

  1. Exelente!!!!! Felicitaciones a la escritora!!!Hace pasar por la piel y el corazón llegando a las lágrimas,la vida de tantos jóvenes de nuestra querida argentina

  2. Excelentw relato, una realidad que deberia ser difundida y comprendida por todos para emtender el mundo que nos rodea en esta Santa Fe que avanza... o retrocede?

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