A los 90 años, murió Fidel Castro. Fue el 26 de noviembre, una fecha que quedará registrada en las enciclopedias y en la memoria política de todo el continente.

La muerte del líder de la Revolución de 1959 reabrió un viejo debate sobre los límites a las libertades individuales en la isla. Debate sesgado, ya que omite información y contexto.

El mundo hoy es otro, pese a que en Asamblea General de la ONU de 1979 Castro anticipara los horrores del neoliberalismo naciente: “Las bombas podrán matar a los hambrientos, a los enfermos, a los ignorantes, pero no pueden matar el hambre, las enfermedades, la ignorancia. No pueden tampoco matar la justa rebeldía de los pueblos. Y, en el holocausto, morirán también los ricos, que son los que más tienen que perder en este mundo”.

¿Por qué unos pueblos han de andar descalzos, para que otros viajen en lujosos automóviles?

El legado de Fidel puede medirse rápidamente. Según la ONU, en Cuba (y a pesar del bloqueo impuesto por los Estados Unidos desde los 60), la expectativa de vida alcanza los 81,3 años en las mujeres y los 77,1 en los varones. En nuestro país llega a 79,8 y 72,2. Además, la isla tiene la menor tasa de mortalidad infantil del continente: 5 bebés fallecen de cada mil (en la Argentina son 14 cada mil). Cuba le asigna el 11% de su Producto Bruto Interno a la salud pública, contra el 4,8% de la Argentina (2014). Por último, en la isla la tasa de homicidios es de 4,7 asesinatos cada 100 mil personas (7,6 es el promedio en la Argentina, en 2014).

Es cierto: por el bloqueo y por las intrínsecas características de su economía, en Cuba hay poca conexión a Internet, autos viejos y casi no se consigue carne vacuna. Pero algo le salió bien a la Revolución: allá viven más y se matan menos.

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