Por El Surco del Oeste

Tardecita del sábado y hasta que la madrugada del domingo asome, el carnabarrial se hace carne sobre el asfalto de barrio San Lorenzo. En la fachada de la ex Estación Mitre, donde funciona el Centro Cultural y Social El Birri, se pueden ver colgados estandartes con nombres de algunas de las diez ediciones anteriores, como trofeos que resistieron otras madrugadas de febreros previos. Con letras verdes sobre la tela blanca, puede leerse: “Birrilata Tropizombie”, el motivo elegido para 2017. Por eso sobre la calle y a metros de la tarima donde se harán las presentaciones de cada comparsa, se eleva un tótem de papel, cartón, telas y pinturas, una gran calavera con toques tropicales: se trata del Rey Momo. Unas luces ubicadas al ras del suelo iluminan de forma contrapicada su rostro y exaltan las facciones de forma rocambolesca.

Pasan las diez de la noche y es el turno de la comparsa anfitriona: ananás que tocan, naranjas que bailan, sandías que hacen malabares y piruetas conforman una tribu de frutas zombies preparadas para desfilar. Lo que parece una imponente composición de verano es el resultado de un trabajo que la Escuela de Carnaval de El Birri realiza desde hace muchos años. La Birrilata, aunque empieza a juntarse en diciembre y va tomando forma desde los primeros días de enero, se va cocinando a fuego lento en los talleres anuales del Centro Cultural: durante todo 2016, los talleres de circo, batucada, candombe, títeres y baile, pero también los de teatro, magia, fotografía, audiovisual, parkour, ajedrez, revista, teatro comunitario y fútbol tuvieron mucho que ver con la formación integral y la consolidación del grupo.

Pequeños que han nacido con el ritmo pegado a la piel, jóvenes con experiencia en desfiles en todo tipo de murgas o comparsas, adultxs. Si el resto del año puede diferenciarse entre quienes coordinan los talleres y aquellos que asisten como participantes, la Birrilata borra toda diferencia en un genuino proceso de intercambio de saberes que, lejos de los discursos políticamente correctos y la pose para la foto, encuentra a niños, niñas, jóvenes y adultxs alrededor de un hermoso objetivo: echar un corso a andar, ¡un corso a contramano!

Foto: Mauricio Centurión.
Foto: Mauricio Centurión.

Desde 2013, en cada febrero y en cada paso del Carnabarrial por barrio San Lorenzo, además de un momento de alegría y despliegue de colores, retumban instantes de resistencia. En aquel febrero, el intento de desalojo de El Birri por parte de la gestión municipal disparó intervenciones artísticas, marchas, repudios y apoyos desde diferentes puntos de la ciudad, el país y el mundo. Artistas populares desde diferentes latitudes abrazaron la causa “Por cien años más de cultura popular”, haciendo llegar sus mensajes. Fernando Birri, ese señor muy viejo con unas alas enormes, no fue indiferente y en un intercambio epistolar, con e-mails que volaban entre Roma y Santa Fe, repletos de abrazos y poesías, frases y declaraciones de principios, dejó muy clara su postura:

“Nadie tiene derecho –ni el rey ni el papa ni el general – a impedir a un niño que crea que las mariposas son estrellas que vuelan, nadie tiene derecho –ni el que pisa con el pie diestro ni el que pisa con el pie siniestro – a caminar aplastando malvones, nadie – ni el que vive en la cueva o en la intendencia o en la casa rosada de vergüenza – puede arrogarse insolentemente el derecho de llevarse el índice a la boca y ordenar el silencio en el concierto de ruidos, rugidos, suspiros, himnos, alaridos, llantos y canciones amorosas del mundo. Nadie”.

La noche de Carnabarrial es un instante en el que todo toma otro sentido y todo parece posible. Un momento efímero, onírico y desde los arrabales donde, como remarca Fernando, “hay que soñar con los ojos abiertos, ¡bien abiertos!”.

La noche, que pareciera durar lo que tarda el fuego en consumir al Rey Momo, se va a ir reproduciendo en un “loop” durante todo el año, haciéndose carne y memoria sobre los cuerpos que forman parte de esa comunión. Quien pase cerca del oeste de la ciudad, durante las tardes –aún las de otoño o invierno – va a escuchar un sonido de parches que hacen dudar al oyente si están sonando en ese momento o son ecos de tambores traídos desde algún otro febrero.

En El Birri, señalan que la energía concentrada en cada carnabarrial es “un apostar a lo colectivo, poner el cuerpito, ese de niñx que llevamos dentro, contagiar alegría genuina, ser felices en la calle con vecinos de otros tantos barrios”.

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El Carnavacanal en el inicio del nuevo milenio fue la explosión inaugural en la época de la Fundación Birri y Puro Teatro, cuando el Centro Cultural era un sueño. Algunos videos que sobrevivieron a los VHS muestran a Fernando Birri bailando al ritmo de los tambores y adorando a un Momo en llamas, a cientos de personas desfilando en agrupaciones murgueras y hasta una vaca flameando al viento, colgada del gran balcón del frente de la ex estación del ferrocarril. Esa primera llama casi llegó a extinguirse en un paréntesis extenso de años sin carnavales populares, con un pequeño chispazo en 2005 cuando un par de voluntariosos organizó “La Polla al Cuete”.

La Birrilata, ya con los Carnabarriales al hombro, cuenta con once ediciones ininterrumpidas. “Mascarita, la voz de los carnavales”, una revista-dossier parida en el Centro Cultural, cuenta que en la calle General López los hubo y de todos los colores, ritmos y sabores: La revelación del chancho (2007), Carnaespacial (2008), El río que ríe (2009), el festejo carnavalero de 2010 sin alegoría, Birrilata Endiablada (2011), Birrilata Encantada (2012), Birrilata Monstruosa (2013), Birrilata Animalada (2014), Birrilata Cósmica (2015) y Birrilata Mítica (2016).

Foto: Mauricio Centurión.
Foto: Mauricio Centurión.

Son las seis de la tarde, domingo, y el colectivo de la “Línea 3” está por trasladar a un ejército muy particular: más de ochenta personas armadas con zurdos, redoblantes y casetas. En su inmensa mayoría son niños, niñas y jóvenes, que en media hora van a desembarcar en Alto Verde, donde toca la nueva fecha del Carnabarrial organizado por MOMO, el Movimiento de Organizaciones Murgueras del Oeste.

– ¡Pasame primero aquel! – dice uno que va cargando el auto de tambores, en un tetris de parches y maderas.

– ¡Mi mamá quiere ir! ¡Mi tía también se suma! - comenta alguna boca pintada.

– ¡Vamos con mi papá en moto! – se escucha decir a otra.

– ¡Los vasos, nos olvidamos los vasos! - avisa una “profe” desde el colectivo por encima del griterío.

El colectivo está que arde y explota, a nadie se le ocurre pedir silencio. Los sándwiches para después, el jugo, los que llegaron tarde y se maquillan en el cole, los que se terminan de vestir allá. Nadie pudo sacarse por completo el maquillaje de la noche anterior, muchos sintieron sus piernas latir de emoción esa noche, otros tantos escucharon los tambores gritar cuando cerraron los ojos.

– ¿Y el Momo? ¿Dónde está ahora? - pregunta Milena, de 6 años, que no alcanzó a ver la quema del gigante hecho de papelitos porque “quedó planchada”, dice la madre.

La nave carnavalera atraviesa la ciudad de Santa Fe, parte del oeste y apunta la proa hacia Alto Verde. Una invasión de payasos colorea las calles, el destino final es la plaza Evita en el corazón de esta isla grande que cuenta con 14 agrupaciones murgueras, comparsas y batucadas. En 2016, la organización barrial Arroyito Seco reactivó junto a MOMO los carnavales suspendidos desde 2007 y este año redobló la apuesta.

Al cabo de esta calurosa noche de domingo se habrán terminado las fechas de los carnabarriales y habrá que morderse las uñas hasta febrero de 2018 para revivirlos. Sin embargo, el calor de la resistencia y la alegría de la lucha seguirán intactos. Porque si la vida no es un carnaval, habrá que inventar uno cada tanto: para olvidarse de este mundo injusto pero fundamentalmente para juntar fuerzas para transformarlo el resto de los días del año.

Fotos: Mauricio Centurión

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