No sin temor a herir susceptibilidades, me arriesgo a intentar desarrollar un tema muy sensible a la identidad e idiosincrasia santafesinas (tan sensible como escribir santafecinos/as). Y no sé por qué me hago tanto el misterioso, si cuando quise hacerme el interesante con esta introducción, con un talante tan intelectualoide, me dijeron “vas a escribir sobre la cerveza”, con cara de “es tan obvio”. Así que acabada la mentirosa intriga se los confirmo: voy a escribir sobre la cerveza.

Podemos utilizar los diccionarios más precisos y rigurosos del universo (o sea, Wikipedia) para definirla; podemos apelar a la sapiencia de los mejores cerveceros del mundo para que nos expliquen su mecanismo de preparación y el porqué de su color, consistencia, etc… El municipio podrá traer al Ratatouille franchute que aparece en televisión cocinando y maltratando participantes a la expocomidas de la Estación Belgrano (chicos de la muni: a uno de los carteles que están en la puerta del ex ferrocarril le falta el tilde en la “o” de Estación, o lo corrigen en los próximos 10 días o cometo un acto de vandalismo graffittero), pero nadie ni nada va a poder explicar, muchísimo menos entender, lo que siente un santafesino cada vez que una catarata espumosa se desliza como una entredormida caricia que enciende ensueños gustativos; no podrán jamás dar cuenta de la frescura fogosa (andá a buscarla al ángulo, Arjona) que se despierta cuando ella atraviesa ese túnel llamado garganta que poseemos los seres humanos. No lo van a poder explicar porque, tal como profesa el cántico popular tribunero, es un sentimiento… y los sentimientos no se explican. De esto a Alcohólicos Anónimos hay cuatro cuadras de distancia, creerán ustedes. Bueno, no; no soy alcohólico: soy cervezhólico, por llamarlo de alguna otra manera.

De hecho, creo que en Santa Fe ya debería dejar de considerarse una bebida alcohólica… al menos en verano, que es cuando el liso (si les tengo que contar qué es un “liso”, perdonen pero entonces no son dignos de seguir leyendo) se toma como agua. En una ciudad que tiene como patrimonio cultural a la cerveza (y no me refiero a la Quilmes, porque estoy hablando de cervezas, no de resacas) y su fuerte turístico es la chopería homónima, que en los controles de alcoholemia te multen por tomar cerveza es, como mínimo, discutible y como máximo, inmoral, ya que yo solo estoy consumiendo mi patrimonio cultural; o sea, me estoy culturizando.

Por otro lado, al menos en esta ciudad, la cerveza destruye las grietas sociales: acá todos chupamos porrón seamos del barrio que seamos, sin distinción de sexo y raza (de edad sí porque “prohibida su venta a menores de bla, bla, bla”) sabalero o tatengue, de República del Oeste o de Regatas, católicos, protestantes, ateos o judíos, de Guadalupe o de Santa Rosa de Lima, la cerveza circula por todos lados; nos hermana porque “Así somos, así nos gusta” (la próxima pauta se las cobro con un barril de 50, chicos). Es nuestra comunión, con ella comulgamos como el resto del país lo puede hacer con el mate. Es un símbolo de igualdad y amistad, “de calidad y pureza”… ah, no; eso es de una soda. Mala mía.

¡Y nos hace mejores personas además! Nos incentiva a perfeccionarnos. ¿De qué manera? Desde hace unos años la ciudad es testigo de la proliferación de cerveceros artesanales que van colonizando los bares de la tardecita/noche santafesina. En primer lugar, la producción artesanal es una alternativa a lo industrial: es David peleándole a Goliat, y siempre pelearle al poderoso es de buena gente. Pero por otro lado, la cerveza artesanal se distingue de la elaboración a gran escala en sabor, color, aroma, etc. Es una mejor cerveza y más saludable, aunque te emborracha más rápido también. ¿Qué quiero decir? Que la producción y el consumo de pintas y botellones artesanales no es una moda; es un paso adelante en la evolución de la especie. ¿O acaso después de tomarse un par de birras en algún brew no nos da un poquito de asquete tener que tragar así más no sea la mejor de las cervezas embotelladas? Eso es porque refinamos nuestros sentidos, cuchi. Somos mejores, mutamos: ¡somos los X-Men del porrón!

En fin. Si ustedes creían que tenían un problema de alcoholismo porque les encanta la cerveza y la toman diariamente, tienen razón. Pero no están solos ni tienen la culpa. Seremos borrachos, pero por haber nacido en Santa Fe. Además, peor hace ir al casino… o casarse y vivir con los suegros, qué sé yo. El porrón, a lo sumo, hará que digamos boludeces, nos apasionemos en las discusiones que empiezan porque primero nos hace decir boludeces y después nos vayamos piolas cada cual a su casa porque también nos da sueño, pero deseando que pronto vuelvan a ser las 19 horas, o por ahí, del otro día, para volver a repetir ese ciclo vital y móvil que empieza con un liso… que nunca es uno solo. ¡Salú!

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