“Ellas existen”, una muestra fotográfica sobre mujeres presas en la ciudad de Santa Fe, se expuso en Tecnópolis Federal. “Queremos concientizar y sensibilizar”, señala su autora.

Las mujeres presas fueron las que decidieron: las fotos de la muestra debían ser a color. El blanco y negro les inspiraba tristeza y la cárcel ya es demasiado oscura para que las fotos también lo sean. “Las imágenes estéticas y coloridas atraen, y queríamos llamar la atención primero, para luego sensibilizar y concientizar sobre la problemática de las mujeres encarceladas”, dice Gabriela Carvalho, la encargada de los clicks de Ellas existen.

En medio del barullo de los cientos de personas circulando, de niños con guardapolvo, docentes y abuelas, justo enfrente de lo que era la boletería de la Estación Belgrano, las rejas y los barrotes no se ven y las mujeres presas, por un momento, parecen estar ahí; cerca de las muestras de ciencia e historia de Tecnópolis Federal. Son mujeres comunes y corrientes, hay que acercarse a la instalación para entender dónde están, qué sienten y qué les duele.

Mostrar rostros y dolores

Fue en el marco del Proyecto de Extensión e Interés Social “La perspectiva de Género en Contextos de Encierro”, que el equipo de la UNL se propuso mostrar la realidad de las mujeres encarceladas y sus opresiones. “Estar encarcelada es una situación que deja huellas profundas en las mujeres y sus afectos. Sus vidas se ven interrumpidas,  cada uno de sus actos está sujeto al control del sistema carcelario. Ejercer sus derechos se transforma en una lucha cotidiana, muchas veces en soledad”, se lee en la presentación de la muestra. El grupo pretende hacer visible aquello que se niega colectivamente, mostrar esos rostros, compartir los dolores de las mujeres presas para extender el Ni una menos también a la cárcel, esa institución que resuena en el discurso social y político, pero cuya vida cotidiana interior se encuentra invisibilizada.

“La primera vez que entré a la cárcel con la cámara no me permitieron quedarme con las fotos en las que se vieran los rostros de las chicas, tuve que mostrárselas una por una a la guardia antes de salir y me hicieron eliminar aquellas en las que ellas podían identificarse”, cuenta la reportera gráfica. Los argumentos detrás de “esto no se puede hacer” muchas veces no tienen nada de racional; “por seguridad” debieron cumplir con esa directiva. Pero como conquista del proyecto, luego de un pedido formal a la Unidad Penitenciaria y previo acuerdo con las reclusas, pudieron tomar fotos a rostros y cuerpos completos de las mujeres. Allí, dice Gabriela, la fotografía se volvió un acto colectivo: “los retratos nunca hubieran sido posibles sin el marco que crearon las chicas del proyecto y sin la predisposición de las mujeres presas a formar parte de ese acto, yo solo hago el click, pero en ese momento se pone en juego el vínculo que creamos y las miradas que se encuentran”. Luego, trabajaron sobre libros de fotografía y acordaron entre todas qué querían mostrar y transmitir. Se trató de una narrativa colectiva que reconoció desde el principio que son los cuerpos de las mujeres presas las que regalan sus imágenes y que son sus historias las que están expuestas frente al público.  

Privadas de su propia imagen

La pena privativa de la libertad según las leyes, debería solo eso, la prohibición de circular libremente. Pero quienes han pisado alguna vez una cárcel saben que la lista de privaciones de derechos son innumerables: derechos a la alimentación, higiene, espacio y trato digno, al trabajo y a la educación. Y en la cárcel de mujeres hay incluso otras degradaciones particulares, como por ejemplo, la falta de privacidad: los pabellones, las duchas y todos los espacios de la prisión son forzadamente colectivos. Y tampoco tienen espejos. “Por seguridad”, de nuevo, porque es un elemento cortante, hay mujeres que hace años no pueden ver su reflejo. La cárcel las priva también de su propia imagen. Por eso, una vez gestionada institucionalmente la posibilidad de sacarles fotos y llevarlas impresas al siguiente taller, ese encuentro con ellas mismas despertó muchísimas sensaciones: de sorpresa, de emoción, de enojo por verse feas o descubrirse gordas, de fascinación por ver sus cuerpos después de tanto tiempo. El poder de la fotografía en un lugar donde no hay espejos resulta impresionante. Y en un espacio donde además, las mujeres solo son dueñas de sus cuerpos y de nada más –porque la administración de la cárcel controla hasta el más mínimo de sus movimientos, regla su rutina y sus tiempos– ese poder parece ser aún más importante.

“Humanizar” mujeres

El imaginario en torno a las personas que se encuentran presas está cargado de fuertes estigmas. Tanto las fotos como las frases de la instalación fotográfica muestran a las mujeres –aunque suene ridículo o redundante– como seres humanos con historias, con familias, con afectos y también como víctimas de los dolores producidos por el encarcelamiento:

“Hay casi 650 mil pasos entre sus pies y su casa”, “Hace 300 tardes que cuando recibe visitas, debe pasar por una requisa corporal”, “El 90% de las mujeres privadas de su libertad son madres. Algunas conviven con sus hijos e hijas hasta que tienen 4 años”, “El 60% de las mujeres privadas de su libertad eran la fuente principal de ingresos familiares antes de ser detenidas”, manifiestan los carteles entre las fotos. Fotos que seguirán circulando en otros espacios, carteles que seguirán contando historias, desdibujado los muros de la prisión.

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