1. Primera vez: Ángel Gertel era nuestro profesor de Psicología. Era de Rosario; tenía una sonrisa amplia y un coraje de locos. Un día dijo: “Y si la universidad cierra el profesorado, yo vengo de cualquier manera el martes a las dos de la tarde, como siempre, y damos clase en la calle”. Dos veces lo chuparon. La primera vez, los estudiantes, liderados por Chela Menghi y Susana Paradot, salimos a la calle a buscarlo y lo encontramos. Él contó, después, tomando mate en casa, que un policía abrió una mirilla y le dijo: “Así que vos sos el profesor”. Y decía que él supo que nosotros lo buscábamos, y cómo la sensación de soledad se le fue con esa frase. La segunda vez, la definitiva, ya no era nuestro profesor y no lo supimos hasta mucho después. Una placa lo recuerda en el octógono de la FHUC.

2. Íbamos caminando por San Martín, yo y una amiga. Ella tenía su bebé en brazos; Laura iba pegadita a mí. Siete de la tarde, invierno. Entramos a la galería San Martín y yo miro y ella no estaba al lado. Siguió caminando sola hasta Mendoza, pero yo no sabía. Recuerdo lo que sentí: el aniquilamiento. Primero gritaba su nombre, mientras corría entre la gente que pululaba a esa hora. Después me derrumbé, se  me vació la cabeza y me caí hecha un bollo. Ella tenía un año y medio y mi amiga me dejó ahí tirada y fue y la encontró paradita en calle Mendoza. Literal: me volvió el alma al cuerpo.

“Alma, dice Quevedo, a quien todo un dios prisión ha sido”. Le llama dios al cuerpo.

Siempre me pregunté por qué no fui una madre coraje y salí a buscarla. Pero el cuerpo tiene sus razones, sus desazones, sus propios afectos. El cuerpo piensa por su cuenta. Con esto de Santiago Maldonado, yo no sé qué ni cómo pero es como que si se retiraran los huesos, como si se abrieran hoyos y pozos sin fondo por todos lados, y unos insectos se metieran en los oídos y un temblor.

Nada va a volver a ser lo que era. Lo que costó tanto tiempo y tanta lágrima conseguir parece haber vuelto a partir para siempre. Los libros, el lápiz de labios, los cafés, los vinos. La frivolidad es deseable, por insignificante, porque todo tiene demasiado sentido. Sobra sentido.

Y una vez que te han tajeado todo el cuerpo, no hay vuelta atrás.

Sin embargo, algo, tenue, parece que quiere reconstituirse. Ellos no contaron con eso. Nunca lo hacen, porque lo único que saben contar es la guita. Me refiero a la continuidad de los cuerpos: de las voces. Que son manos. Que se aprietan, que se encadenan, que prolongan a cada uno en el otro. En un coro interminable que reclama por el joven de rostro de ángel, el solidario, el amigo, y que no va a parar hasta que lo digan, hasta que se rindan y se arrodillen –porque ahora mismo están tirando un par de gendarmes por la ventana– y cuenten dónde está Santiago.

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