Pensé que esta columna se titule “Libertad de expresión” y que no tuviera texto. Que fueran dos columnas vacías, en blanco. Desistí de hacerlo no por miedo a que me acusaran de ladrón (porque eso lo pueden hacer con cualquiera de las columnas), sino porque, aunque el silencio diga mucho, me parece necesario decir algo más que él.

“El silencio también es traición”, dice Julio Cortázar. Y si me callo frente a los que tienen sed violenta de silencio, traiciono lo que jamás hay que traicionar: la libertad de expresar lo que pienso; en fin, la libertad de ser yo. Y como yo no quiero ser un traidor ni a la libertad ni a mí, me veo nuevamente necesitado de decir algo. Me viene sucediendo más seguido que de costumbre. Y se me nota. Cuando conté que iba a escribir en serio, me respondieron: “Sí, me imaginé. Estás muy indignado”. Ustedes dirán que me indigno por todo. Pero esta vez no es por una boludez.

Podría empezar a no silenciar hechos de público conocimiento que violan el derecho inalienable a expresar con libertad las ideas (que, claro, no atenten contra los derechos de los seres humanos, como la vida o la elección del género sexual): los ciudadanos presos por haber tuiteado críticas al presidente, la venta de C5N y el consiguiente despido de Víctor Hugo Morales, quien me parece un excelente profesional, aunque en algunas ideas y opiniones no esté en absoluto de acuerdo. Esto último, creo, es lo obvio. Lo que podíamos esperar que suceda. Se compran medios, que son empresas, y cuando sus empleados no representan lo que la empresa quiere, los despiden. Sucede en cualquier rubro, ¿por qué no en el periodismo? Pero pongámonos de acuerdo en que no es lo mismo echar a un odontólogo que a un periodista, ya que este último es un factor de suma importancia en la creación de la opinión pública, o sea, de la mayoría. Es lo que, en definitiva, termina consolidando un sentido común hegemónico y no otro. Ahora me querría explayar sobre el primero de los casos.

Meter preso a alguien por tuitear (difundir un mensaje por una red social llamada Twitter, y lo escribo así para que mi mamá y mi papá entiendan) implica lo siguiente. Primero contratar personal de inteligencia para revisar los perfiles de usuario, vigilarlos, provocarlos y, oportunamente, denunciarlos ante su jefe, o sea, el gobierno de turno. Estos son los famosos “troll”. Segundo, elevar una denuncia civil o penal contra el usuario y, en algunos casos, allanarlos y meterlos presos sin condena alguna, lo cual es ilegal, o ser citados a declarar por intimidación pública. Es decir, implica movilizar, también, al Poder Judicial. ¿En qué se traduce todo esto? Ni más ni menos que en utilizar recursos del Estado para sancionar o penalizar a los/as ciudadanos/as que piensan diferente. En otras palabras, el Estado gasta dinero para “eliminar” la disidencia, es decir, opera para amedrentar, asustar, callar y castigar a sus ciudadanos/as. Solo falta poner en función el aparato represor con el que cuenta: las fuerzas de seguridad… que ya están desplegándose en las calles, como no pasaba desde el último Estado de sitio, o sea, de excepción; en fin, de suspensión de las garantías constitucionales. Sin rodeos, el Estado de una dictadura; quiero decir un conjunto de prácticas no democráticas que atentan contra los derechos inalienables de los ciudadanos/as.

Que sucedan estas cosas me preocupa mucho. Me asusta también, claro. A mí me contaron lo que pasaba hace un tiempo con los que pensaban distinto. Me preocupa que lo que me contaron siga sucediendo. Pero aunque suene paradójico, afortunadamente, vuelve a pasar para que no lo puedan seguir negando. Para que no puedan seguir minimizando lo que otros cuerpos sufrieron. Lo que sufrieron los que me lo contaron. Me resulta increíble, quizás, que hoy ese cuerpo sea yo. Que sea yo el que ahora lo sufre. Y me resulta horroroso también.

Coartar la libertad de expresión es el preludio para que todo lo demás pase. Porque si se reducen las voces que nos dicen qué es la realidad, la realidad va a ser indefectiblemente una sola. ¿Cuál? Hoy, la realidad de los que venían a unir a los argentinos, con el amor y la alegría. La realidad del cambio. La realidad de los que quieren eliminar la grieta, ¿se acuerdan? Desde luego la quieren eliminar, pero eliminando a los que están del otro lado, haciéndolos callar o desaparecer. Si hay un solo lado, desde luego no hay grieta. Y lo hacen utilizando el poder legal (y a veces ilegal) para generar miedo y terror. Para “eliminar” al otro.

Quizás lo que más me preocupa no sea que el gobierno persiga a los que piensan distinto, sino que la opinión pública, la mayoría, esté de acuerdo y lo festeje contenta. Hoy, nuevamente, está legitimado “eliminar” al otro, está bien hacerlo, y se vive como un triunfo. Hermoso clima de época el que nos toca vivir.

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