Cuando murió, los hijos de Bill Standley, un ciudadano del estado de Ohio, cumplieron su voluntad: lo embalsamaron y lo metieron en un gran ataúd transparente de plexiglas, montado en su Harley Davidson modelo 1967. Bill lo tenía todo pensado, había comprado tres parcelas en el cementerio, al lado de la tumba de su esposa, y el féretro estaba en su garaje desde hacía años.

Hay cosas demasiado valiosas para nosotros; pueden ser valiosas por sí mismas, pero somos nosotros los que decidimos su valor. Es curioso ver cómo el amor se fija, a veces de forma aleatoria, en determinados objetos –también en personas, pero no voy a hablar de eso–. Una moto o un auto, pero también cosas más insignificantes como una medalla, un papel o una foto. Las medallitas que mi abuela se ataba al corpiño eran los objetos más valiosos de su vida. En la adolescencia, una amiga tenía un cuaderno donde pegaba todo lo relacionado con su novio. Era su biblia. Si uno hojeaba ese cuaderno podía ver pegado hasta el chicle que el galán había masticado en alguna tarde romántica. Otra persona que conozco guardó la etiqueta de la cerveza que tomó con el chico del que estaba enamorada. Esa etiqueta pasó de ser un papel corriente a una reliquia.

Algunos objetos parecen tener más valor del que realmente tienen. En un cuento de Maupassant, Mathilde Loisel le pide a una amiga un collar para ir a una fiesta. Elige uno que parece de diamantes. La fiesta es el mejor momento de su existencia, porque puede aparentar lo que no es, y deslumbra a todos. Pero cuando vuelve a su casa se da cuenta de que perdió el collar. Con su marido, lo buscan durante días, hasta que se resignan. En una joyería encuentran un collar de diamantes idéntico al perdido, a 36.000 francos. Se endeudan para poder pagarlo, despiden a su criada, se mudan a una buhardilla piojosa. Durante diez años, Mathilde Loisel tiene que hacer todo: lava la ropa, baja la basura, sube el agua, arruina “sus uñas rosadas en los pucheros grasientos”, regatea en las tiendas como una empleada para defender ”céntimo a céntimo su miserable dinero”. Un día se cruza en un parque con su amiga, que ya no la reconoce porque envejeció. Mathilde Loisel le cuenta la historia del collar y su amiga le dice: “¡Oh, mi pobre Matilde! Pero si mi collar era falso. A lo sumo valía quinientos francos!”.

También puede suceder lo contrario, que un objeto sea más valioso de lo que parece. Una mujer de Filadelfia compró en un mercado de pulgas, por monedas, un collar raro. Años después visitó un museo y vio que su collar era igual a las joyas diseñadas por Alexander Calder. Lo subastó en 270.000 dólares. El valor es algo relativo. Una biógrafa de Peggy Guggenheim cuenta que un día un profesor de arte le preguntó a Peggy si podía mostrarles a sus alumnos, en el otro lado del país, diez de las pinturas de Kandinski que ella estaba exponiendo en su galería. Cuando la muestra de Kandinski terminó, el profesor cargó las pinturas en su auto y se las llevó a su pueblo.

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