Mientras el mercado laboral está al borde de un cambio radical, el gobierno avanza en reformas que atrasan al siglo XIX y se contradicen con las tendencias de la tecnología.  

Hubo un tiempo en que detrás de todas las llamadas telefónicas había una persona –una mujer, generalmente– que insertaba los cables de las conexiones y atendía diciendo “operadora”. También hubo un tiempo donde el cajero automático se llamaba Rubén y era el orgullo de su familia esa mano de bancario con esos peculiares callos producto de la repetición mecánica de un solo movimiento, el sellado de cheques. Hubo un tiempo en el que la bomba era tirada por un aviador experimentado y no por un gamer letal y granuliento con los comandos de un drone, a miles de kilómetros de esa otra pila más de muertos.

Mi mamá fue operadora en un hotelito de Villa Gessell, cuando era el reservorio oficial de hippies. Bajo la ley que ahora impulsa el gobierno, mi mamá sería hoy una flamante jubilada. No diremos cuan flamante porque mi mamá es también coqueta, pero sólo señalaremos que con la reforma previsional los padres no sólo competirán con sus hijos en el mercado laboral, sino que tienen todas las chances de ocupar los puestos de trabajo que desean sus propios nietos. Esa es una diferencia entre tener 60 o 65 años y tener 70 años para jubilarse.

La nueva fórmula de ajuste salarial para jubilaciones, pensiones y asignaciones es miserable, los mismos senadores opositores que votaron a favor lo reconocieron. Su único motivo es quitarle ingresos a un sector con poco poder de movilización y reclamo para compensar las arcas del Estado. En este momento, eso significa pagar intereses de la monstruosa deuda externa que el propio gobierno duplicó en apenas dos años. Pero el principal desbarajuste no es ese, pese a que en la coyuntura del año 2018 tenga fuertísimos efectos: se le está sacando plata del bolsillo a 15 millones de argentinos que, normalmente, no usan su dinero para mandar la nena a Disney sino para comprar arroz y aceite Marolio. El principal daño es conceptual, si se quiere. Consiste en seguir creyendo que es necesario trabajar más para que el país “salga adelante”, cuando es exactamente al revés.

Hay que trabajar menos.

Ya no es lo que era

Todavía se mandan y reciben en el domicilio cartas, con promociones o facturas o publicidades y todavía un camarógrafo está detrás de una cámara, pese a que el aparato dispone de wi-fi para conectarse a la consola del director, como tu compu, con la que pagás la luz y mandás kilos y kilos de información todos los segundos, sin necesidad de un romántico cartero. Todavía algunos kiosqueros traen revistas europeas de moda, como cuando se necesitaba ir a la disquería para encontrar música y no había ni Youtube o Instagram. Cientos de oficios sobreviven sin mayor horizonte o destino, escudados en un calificativo que funge de escudo: carpinteros, herreros, panaderos, cuchilleros o heladeros se dicen artesanales para explicar por qué no disponen de tecnología actualizada para su producción. Quien esto escribe tuvo como cursado obligatorio en la secundaria la clase de “Mecanografía”, una destreza que aseguraba empleo, decían.

¡Felices fiestas, asalariados!

Los hombres y mujeres que bordeamos los 40 pirulos conocimos los últimos coletazos del Estado, el mercado de trabajo, la cultura y la tecnología del bienestar, conocimos el proceso de transición y conocemos, ahora, el Estado, el mercadito, la cultura y la tecnología de la era del post empleo. Vemos cómo, por primera vez, nativos digitales intentan insertarse al mundo laboral utilizando las coordenadas de un mundo inexistente, transmitidas por nosotros mismos o por algunas generaciones que nos anteceden.

En otro tiempo, todo desarrollo tecnológico finalmente se diseminaba a lo largo y a lo ancho del sistema productivo, generando a su vez nuevas posibilidades de trabajo que sustituían y ampliaban los puestos que el mismo salto de productividad destruía. Ya no sucede más así. La última revolución informática sencillamente destruye el trabajo, que no se recupera. Esa destrucción es cada vez más acelerada y toca a todos los niveles y ramas de la actividad humana. Se le llama el fin del empleo, fue algo predicho por pobres pensadores conservadores norteamericanos a fines de siglo XX. Esas reflexiones sólo se pueden formular siempre y cuando sigamos pensando con el prisma del siglo pasado. Con su esforzada moral inventada para ajustar los trabajadores a la monotonía de la línea de producción. Pero el futuro, en verdad, es la lucha por dejar de trabajar tanto.

Y no lo volverá a ser

La mayor parte de los lectores de este texto ¿alcanzará a ver la sustitución de los choferes por transportes automatizados? Ya lenta y progresivamente, también se está viendo la sustitución de algunos rubros del comercio por las plataformas digitales de compra. O vaya a un taller de autos y observe cómo se curan los coches nuevos y como cada vez más el viejo mecánico, su intuición y su saber, es una pieza de museo.

El siglo XXI es ese. Su big bang tuvo lugar a mediados de la década del 70, con la expansión definitiva de la informatización. En el camino, esa expansión devino en una explosión de productividad y de apropiación concentrada de la riqueza. Cuando se dice que el 1% de la población mundial tiene la misma riqueza que el 99% restante, se está describiendo ese proceso. Es tal la productividad del trabajo que los dueños de las herramientas necesitan cada vez menos trabajadores para generar una riqueza cada vez más grande cuya ganancia se concentra cada vez en menos manos.

Y el gobierno piensa enfrentar al siglo XXI con un programa laboral del siglo XIX.

Cada año por arriba de los 60 o 65 que trabaje un adulto mayor es una presión para los jóvenes que buscan cómo demonios comenzar a laburar. Actualmente, en nuestro país la desocupación en las mujeres menores de 29 años sube a 19,8% y en los varones a 15,4%. Ese grupo es el que va a competir contra sus abuelos que no se jubilarán, porque nadie elige perder dinero si no está obligado a hacerlo, a fuerza de reventarse la espalda. Y, además, por obra de la reforma laboral, esos jóvenes van a competir con aquellos que se entregarán a las pasantías –trabajo gratuito– o con el monotributismo eternizado de los “trabajadores profesionales autónomos económicamente vinculados”. Una vez empleados esos jóvenes, si tienen la suerte, el despotismo empresarial tendrá vía libre para efectuar despidos a su gusto: no sólo será más barato, ya que se retiró del cálculo de las indemnizaciones los viáticos o las bonificaciones, sino que además el propio trabajador aportará a un fondo de indemnizaciones. Vale decir, si la indemnización servía para disuadir un despido, ahora el despido se pagará solo

No vamos a considerar siquiera el supuesto objetivo de la reforma laboral, que sería reducir el trabajo no registrado. Baste decir que la baja de lo que el empleador debe pagar como aporte patronal es un huracán devastador para el sistema de seguridad social y un estornudito de bebé para la economía de una empresa. Como estímulo microeconómico es insignificante, como fuerza destructiva macroeconómica es brutal. Un punto más: si el empresario no hacía aportes, el que recibía la indemnización era el trabajador, ahora el trabajador no recibirá nada por haber estado en negro, sino que el empleador deberá pagar multa a la Anses. Flor de estímulo para que el trabajador no denuncie a su empleador si lo tiene como no registrado. Dicho de un tirón, para bajar en serio la informalidad laboral alcanza y sobra con meterse con los tres pistoleros que regentean los sectores más negreados: Luis Barrionuevo (gastronómicos), Gerardo Martínez (construcción) y Luis Miguel Etchevehere (ministro de la Sociedad Rural).

Pero el punto es otro. Visto en su larga duración, el desarrollo tecnológico fue parejo con el aumento de la productividad, pero también fue paralelo a la organización de los trabajadores y con ello, y por fuerza de la lucha, a la reducción de la jornada horaria de trabajo. Cada hora de trabajo que se reduce de la jornada laboral es el mejor mecanismo de redistribución de la riqueza, generación de empleo y, a la vez, consolidación de la sobrevida del capitalismo. En Argentina, la última vez que se ajustó la productividad de la economía a la jornada laboral fue en ¡1929! Como si la productividad del trabajo nunca hubiera explotado y aumentado exponencialmente, desde ese entonces se entiende que lo económicamente correcto es que la jornada laboral dure ocho horas. No hay forma de mantener un mercado de trabajo razonable si se combina esa cantidad de horas de trabajo con las tecnologías existentes, muchos menos si el régimen legal retrocede al siglo XIX.

Que se entienda: el desarrollo tecnológico tiene esta dinámica irreversible. Falta sólo la conducción política de los trabajadores para encauzar al capital en el único modo que le queda, a futuro, de no reventarlo todo. Avanzar en la jornada laboral máxima de seis horas, o menos, es el único modo de salvar al capitalismo.

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