El gobierno decidió que una de las funciones básicas del Estado, la paz social, no sea el resultado de la preservación de las garantías constitucionales de los ciudadanos sino de la imposición de un régimen policial donde la suspensión de la ley se defiende por los funcionarios en las conferencias de prensa, asignándole valor de verdad inmanente a las versiones de la fuerza armada sobre sus tropelías. La cólera se traslada a los adherentes, que hacen una lectura cabal y literal de esta línea y vociferan su odio, avalando la represión y la persecución de cualquier tipo de disidencia.

Más de una década había transcurrido sin que se vieran semejantes golpizas oficiales por razones políticas en la Capital Federal. Las detenciones tras la marcha de mujeres del 8 de marzo y el ataque a los docentes cuando pretendían instalar la Escuela Itinerante en abril fueron el puntapié. La furia en las inmediaciones del Congreso durante el tratamiento de la reforma previsional trajo las tristes imágenes de las tropas enardecidas como en tiempos lejanos. Se atravesó una frontera con la agresión física con perros, golpes y gas pimienta a diputados opositores. Y después se los tildó de violentos.

La Justicia obra como brazo del estado de excepción: vigila a tuiteros, procesa manifestantes al voleo e incluso llega al allanamiento de sus hogares, dicta preventivas a opositores con lábiles fundamentos. Son escenas del terror, el método con el que se espera que la población soporte la pérdida de sus derechos.

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