Cuando se trata de relaciones, el lenguaje, lejos de permanecer cerca de los afectos y las emociones, se traslada a la economía. Como siempre, uno no lo advierte, y, al final, resulta que tal persona “te enriquece”, “ganaría mucho si desaparece de mi vida”, “me suma”, etc. En este 8M, me he puesto a pensar en las mujeres de mi vida, que son muchas, y pensé en aquéllas que más quiero. Y lo he pensado en términos de economía emocional, puesto que me suman y me enriquecen; pero también he hallado que los sentimientos que suscitan en mi pensar en ellas, tienen que ver con la fiesta, la celebración y la alegría.

Mi mejor amiga se llama Graciela. Es una persona rara, porque pasa de ser valiente y autoritaria, a eludir la confrontación y el combate. Parece tener muy claro cuáles son los momentos oportunos para invertir –me doy perfecta cuenta del origen de la palabra– su energía emocional. Eso es sabiduría. Donde yo exploto en mil estrellas amarillas contra el fondo de la noche, porque sí, ella calibra de manera instantánea las situaciones y pone caricia aquí, enojo allá, siempre de manera justa; no diré “equilibrada” porque tiene todos los contrastes que hay que tener.

Ella me protegió cuando yo era niña. Cuando mi madre tenía que organizar cinco guachos en distintos estadios de rebeldía y estupidez, ella advertía, sólo al pasar, que no estaba bien que yo tuviera bajo la almohada una novela erótica, a los doce años, y me reprendía. O veía que llegaba a casa angustiada y se acercaba y yo le contaba y me abrazaba. En realidad ella abraza a todo el mundo; y todo el mundo busca su abrazo. Porque su prodigalidad es extenuante. Cuando murió mamá y nos sentamos con lo único valioso que tenía, un anillo de oro, decidimos sortearlo entre las cuatro. Ella se lo ganó y enseguida se lo dio a la Susi, diciéndole: sé que te gustaría tenerlo.

Me ayudó muchísimo cuando yo apenas podía mantener a mi niña. Cuando voy a su casa, leemos las cartas donde yo pretendía tranquilizarla diciéndole: mirá, tiene varios pares de medias y la campera del año pasado le queda bien. Y hasta tejió, creo que por única vez en su vida, tres pulóveres, porque en esos tiempos de Alfonsín a nadie le sobraba la plata.

Siempre estuvo y siempre estará: ¡Un saludo y enorme abrazo a mi hermana Graciela!

La otra mujer a quien quiero agradecerle estar en mi vida, es Laura. La que aplaudía al paso del tren: ¡Viva el tren!; la que se preguntaba adónde van tan atareadas las hormigas, la que acercaba la sillita y preguntaba cómo se hizo el sol, el cielo, las estrellas y todas las cosas. La adolescente desdeñosa; la joven independiente que siempre preguntaba (y lo sigue haciendo) “¿Cómo eras vos con tu mamá cuando tenías mi edad?”. Y la mujer que es ahora: valiente, serena, amorosa y lúcida.

No sabría decir con precisión si se trata de haber aprendido de ella, como a veces decimos las mamás. Me parece que más certero es decir que siempre me puso en mi lugar. Siempre me puso en el lugar de su madre. Me ayudó con eso, con saber qué decir o hacer en su momento; por suerte, no siempre. Algunas frases marcan un conocimiento, una sabiduría: no te lo dije en su momento porque sabía que te ibas a angustiar; no me acordé que de mañana sos intratable, te lo digo porque lo podés entender.

Y cuando ahora la escucho hablar por teléfono y decir: Me llamaron a las once de la noche del sábado y enseguida hice los trámites. O verla llegar atravesada por las tristezas de su trabajo. Y el cansancio de tanta entrega que no le impide disfrutar del patio de su casa nueva. Y las interminables peleas y los abrazos interminables. ¡Otro saludo a Laura, y un bailecito de tregua y catala para ser felices!

Multiplicame por mil a estas dos luchadoras, y no sólo vamos a tener un 8M grandioso, sino, también, y sin dudarlo, un mundo mejor.

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