La era de la posverdad

El otro día un amigo publicó en facebook una captura de un tuit de TN en el cual se reproduce una supuesta cita de Luis Brandoni, extraída del programa de los Leuco, o algo por el estilo. No miro TN, por lo general, así que desconozco su programación. Si quieren saber lo que decía el tuit, lean la versión digital de la columna que ahí va a estar. Y si la está leyendo en la web, déjeme terminar de escribir la columna en paz.

Leí la cita. Me pareció una burrada colosal. La compartí en mi perfil. Dudé. Hacía mucho no me pasaba. Entonces practiqué un ejercicio al que ya me había desacostumbrado. Le mandé un mensaje a mi amigo preguntándole si la cita era posta; si Brandoni había dicho eso. Lo que hice, básicamente, es cumplir con la primera enmienda del periodismo: validar y chequear la información. Su respuesta me confirmó la sospecha: él también había caído en un “fake”. Lo había publicado de buena fe, creyendo que era verdad; pero uno de sus contactos contó que vio la entrevista entera y nunca había dicho eso. Borré mi publicación, desde luego.

Lo curioso es que los comentarios coincidían en que “tranquilamente lo hubiese podido decir”, “no me hubiese sorprendido que lo hubiera dicho”. Y esto fue lo que me determinó a escribir esta columna: hoy todo resulta creíble; hoy todo parece, hasta lo más ridículo, verosímil. ¿Por qué? Yo creo que es porque la política comunicacional de Cambiemos ha corrido el límite de lo increíble; ha llevado su discurso, de manera sistemática, a un lugar donde todo es posible. Ha vuelto borrosa la frontera entre lo posible y lo imposible. Todo puede suceder, una y otra vez.

El ministro de Medio Ambiente, el rabino Sergio Bergman, se disfrazó de arbusto. Y, sí. Era de esperar. Eso no es nada. Nicolás Massot, el jefe del PRO en la Cámara de Diputados de la Nación, se escondió atrás de una cortina del recinto para no dar quórum a la moción para tratar el rechazo a los tarifazos, y se asomaba riéndose; haciéndose el piola. ¿Esperaban otra cosa? A propósito, días antes, Massot declaró: “los diputados tenemos que cobrar el triple”. Macri, en televisión, pifiando la mínima de los jubilados, ¿se acuerdan? Logró que Mirtha lo corriera por izquierda. Hablando de Roma: bajaron las jubilaciones… y el diputado Pablo Tonelli, de Cambiemos, salió a justificarlo diciendo que “van a perder plata, pero no poder adquisitivo”. No leyeron mal; es un sinsentido. ¿Alguien lo escuchó a Tonelli retractándose? Y no, obvio. Dejen de creer en unicornios. Les quitaron pensiones a 70.000 personas discapacitadas. ¿Ustedes me creen si les cuento que Guillermo Badino, presidente de la Comisión Nacional de Pensiones Asistenciales del Ministerio de Desarrollo Social, lo justificó diciendo que “una persona con síndrome de down no es sujeto de derecho de esta pensión, puede trabajar si lo deseara”? La vicepresidenta de la Nación, Gabriela Michetti, es una persona con discapacidad. ¿Creen que invalidó lo dicho por Badino? En absoluto, no se van a escupir el asado entre ellos. El ministro de Trabajo, Jorgito Triaca, mantenía una empleada doméstica en negro y con un sueldo del Sindicato de Obreros Marítimos Unidos. Todo esto se supo porque se viralizó un audio donde la mandaba a la c… de la lora. El ministro, en un acto de grandeza, pidió perdón… por el exabrupto. Pero por tener empleados en negro y desviar el dinero de los trabajadores para uso personal ni mú. Jorge Triaca sigue siendo el ministro de trabajo. Y es el que va a firmar la ley de reforma laboral que se va a tratar en el Congreso durante el Mundial de fútbol. A mí me parece de lo más normal.

Ahí está el tema: que han normalizado el absurdo. Correr los límites de lo imaginable; expandir lo verosímil significa tornar indiferente aquello que debería horrorizarnos. Todo eso que antes estaba afuera de lo permitido, hoy cae en la bolsa de lo normal. El sentido común se va expandiendo sobre aquello que no debería ser, justamente, común. Debería ser excepcional. Normalizar la ilegalidad desde el Estado; decir sinsentidos sin consecuencias de manera constante; insensibilizar contra lo ilegítimo como política pública es criminal. Es convertir al ciudadano en un agente acrítico. Volvernos capaces de creernos todo. Y no por ingenuidad. Porque no es una credulidad ingenua; es una credulidad resignada.

Nos estamos volviendo crédulos absolutos. O sea, individuos que van perdiendo de manera inconsciente la capacidad de sorprenderse. Quien no puede asombrarse, se resigna. ¿A qué? A que justamente todo pueda suceder; incluso aquello que, en otro contexto, jamás podríamos creer siquiera posible de imaginar. Se resigna a que, evidentemente, son capaces de todo… porque no les importa nada. Y la credibilidad plena es su cómplice necesario. Y eso es muy peligroso para nosotros porque, entre otras cosas, nos invalida las preguntas por la verdad y la justicia.

¿Ahora también vamos a permitir que nos arranquen del todo la imaginación? ¿Nos vamos a permitir dejar de imaginar un mundo un poco menos peor?

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