A 100 años de la gesta, tres especialistas reflexionan sobre la actualidad de la academia.

El 15 de junio de 1918 comenzó la “Reforma Universitaria” que encabezaron los estudiantes de la Universidad de Córdoba. En aquella universidad se advertía una predominancia de los sectores sociales y académicos más conservadores. La incorporación de jóvenes provenientes de sectores medios puso en tensión el orden establecido que desembocó en sucesivas protestas estudiantiles. Planteaban qué planes de estudio tenían una orientación propia de una filosofía católica ortodoxa y denunciaban el carácter vitalicio de los cargos y las formas de designación de los profesores. Por eso reclamaron la periodicidad de las cátedras y los concursos de oposición y consolidar la autonomía universitaria, el cogobierno, la extensión universitaria.

El movimiento dio origen a una nueva forma de concebir y organizar las instituciones de educación superior en Argentina e incluso en otros países de Sudamérica. De hecho, a partir de entonces se nacionalizan las universidades provinciales existentes y se crean nuevas, como por ejemplo la Universidad Nacional del Litoral (UNL).

Tras cumplirse 100 años de la Reforma, Pausa consultó a tres especialistas para que analicen su trascendencia política y académica y reflexionen sobre los desafíos actuales de las universidades públicas.

El valor de la reforma

“El movimiento reformista inventó un nuevo puente entre el saber y el poder, entre la cultura y la política. Aquel movimiento expresó una lucha por la democratización del saber, por un modelo de universidad popular contra otro que era monástica y libresco”, asegura Alicia Naput, docente de la Universidad Nacional de Entre Ríos (UNER). Y luego agrega: “En ese momento, les estudiantes pusieron en jaque el orden monástico de la universidad, pero también fueron mucho más allá: criticaron los privilegios de la casta de profesores y pensaron una extensión universitaria que fuera la avanzada de una gran transformación social”.

Por su parte, la docente de la UNL y la UNER, Milagros Rafaghelli, plantea: “Los historiadores coinciden en marcar el carácter profesionalista de esas universidades. Éstas eran las que ejercían el derecho de expedir los diplomas sobre las profesiones que requerían preparación científica y que eran requeridas para el desarrollo y la administración del estado. La formación humanística no tenía lugar allí. La formación que brindaba era fuertemente teórica y profesionalista. Esto explica que uno de los principios de la Reforma sea el compromiso de la formación universitaria con la sociedad”.

El vínculo con la sociedad

Las especialistas acuerdan en que uno de los desafíos actuales de las universidades es repensar su vínculo con el resto de la sociedad.

“Creo que los modelos bajo los cuales la universidad se relacionó con otros actores estuvieron marcados por una impronta difusionista y de transferencia de unos a otros, sin pensar en aquello que la sociedad demandaba”, afirma Elena Gasparri, docente de la Universidad Nacional de Rosario.

Y agrega: “Tenemos que pensar esta cuestión para estructurar modelos de encuentro que habiliten no solamente aquello que la universidad tiene para darle a la sociedad sino también un diálogo donde la institución se nutra. Eso podemos hacerlo desde la extensión universitaria, la vinculación tecnológica y la comunicación de la ciencia. Creo que en realidad el desafío está en repensar cuál es y cómo es esa vinculación. Hay que pensar a la universidad como un actor social más. Tenemos que dar el mensaje de que el conocimiento se puede construir de manera compartida”.

Asimismo, Rafaghelli cuenta que hoy estas instituciones están reflexionando sobre sus vinculaciones y por eso intentan darle mayor importancia a la extensión universitaria. “En el caso de la UNL, hay una política que entiende la extensión social y cultural como uno de los ejes estratégicos del desarrollo. Entonces se busca incorporarla en el proceso formativo de los estudiantes. Se considera que la extensión tiene que aportar a la producción de conocimientos, la formación de profesionales, la innovación y el desarrollo tecnológico. En ese marco, se plantean que las Prácticas de Educación Experiencial se integren a las cátedras, y que los docentes y estudiantes trabajen con otros actores sociales para la resolución de problemáticas. El propósito es que todos los egresados realicen por lo menos una experiencia de estas características”.

Desafíos a futuro

Con respecto a los desafíos, Naput cuestiona: “Cabe preguntarnos hoy, ¿a quiénes alcanza el ‘nosotros’ que aparece en el manifiesto escrito por los estudiantes de 1918? ¿A quiénes incluye y a quiénes excluye aún? Habría que interrogarnos qué estamos dispuestos a hacer para tramar un colectivo que piense las exigencias y las tareas contra las condiciones de explotación y desconocimiento y proliferación de la violencia cotidiana”. Y finalmente, indicó: “Diría que la universidad tiene la tarea de asumir una reflexividad crítica para esclarecer las luchas y los deseos de la época. Y esa reflexividad puede incorporar la crítica feminista a las autoridades del saber sancionados por las instituciones académicas. Entonces, nos preguntamos, ¿quién habla en mi nombre? Eso implica criticar el privilegio epistémico y político signado por el género, la raza y una clase. Ese también es un desafío de una universidad popular que defienda lo público”.

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