En determinados momentos de la vida de cualquier persona, llega un cachetazo. Un golpe que sacude todos los cimientos, que obliga a desprenderse de seres queridos, que pone frente a la cara el dolor de la enfermedad, el horror, el encierro, el miedo, la tortura, el hambre, la desesperación, el abuso o la prepotencia. Prefiero no hacer referencias personales al respecto, pero imagino que mujeres y hombres que pasaron por Auschwitz, por ejemplo, más de una noche habrán elevado una oración, aferrándose a lo único que podían tener en ese momento: su credo y su fe. No hay margen para reproches ni cuestionamientos frente a ese rezo porque ante el desamparo y la desolación, cualquiera se sujeta a lo que le puede brindar una esperanza. Es parte de la condición humana.

No soy una persona de fe, pero respeto a quienes pueden encontrar en ella paz, serenidad, templanza y, por qué no, verdad. Al margen de ello y de cara al debate por la legalización del aborto, considero que el objeto de la discusión no se centra en la concepción personal e individual de cada legisladora o legislador. El objeto de la discusión no es otro que la constitución de una política pública de salud que vele por el bienestar y la dignidad de aquellas mujeres y personas gestantes que decidan interrumpir su embarazo. Como ya se ha dicho infinitas veces, el aborto es un realidad imposible de soslayar. La pregunta es, entonces, ¿qué hacemos como sociedad y como Estado frente a ese hecho que ocurrió, que ocurre y que seguirá ocurriendo? Hasta el momento, la clandestinidad fue la respuesta y la única solución. La consecuencia no fue otra que la muerte o la enfermedad.

También se ha repetido que la maternidad no es una deber, ni una obligación. Debe ser una elección de vida porque un hijo debe ser deseado y debe llegar a un hogar que lo pueda contener y amar. Los métodos anticonceptivos, que no están a la mano de la mayoría de la población más aun en los sectores vulnerables, no son efectivos en un cien por ciento. La educación sexual integral, afortunadamente, recién ahora comienza a prender llamitas en las currículas de los establecimientos de enseñanza, siendo el pilar fundamental para el conocimiento de todas las implicancias del ejercicio libre y cuidado de la sexualidad. Porque habrá que decir que, a pesar de los mandatos que proliferan desde algunos micrófonos, los adolescentes, los jóvenes y los adultos de todas las clases sociales mantienen relaciones sexuales guiados por el deseo. La cuestión es, entonces, si lo harán carentes de herramientas y sujetos a mandatos feudales o con el saber que acompaña la libertad.

A esta altura, además, sabemos que las desavenencias sobre la vida desde la concepción no suman ni son el eje central de una política de salud pública que garantice derechos. Las causas que determinen el deseo o la necesidad de abortar pueden ser diversas, atravesadas por factores económicos, sociales, culturales, etarios y hasta filosóficos. Parir no puede ser una condena y mucho menos en un ámbito clandestino, el cual no deja de ser un negocio, por cierto.

Por esas razones, legisladoras y legisladores debieran poder observar cada uno de las líneas que atraviesan la problemática en términos de directrices que amparen el bien común, independientemente de su fe, su credo, su religión y el modo personal que han elegido para llevar adelante su vida. Quienes bregamos por la educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar y aborto legal para no morir somos conscientes de lo que falta. Y lo que faltan son derechos y garantías para el ejercicio de la ciudadanía de nuestros cuerpos y nuestras vidas.

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