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Ningún chico le quería, dijo con tonada guaraní la mujer que limpiaba el consultorio y dejó el muñeco sobre una de las repisas. Le contó que habían repartido juguetes en un hogar y que el único que había quedado sin dueño era Fortunato de la suerte. A los juguetes los donaba gente en la parroquia, los llevaban en bolsas, imposible saber de quién habrá sido. El doctor sonrió y agradeció el presente, aunque seguro, para sus adentros, le parecía inconveniente y espantoso.

Una tarde una mujer del barrio llevó a su hija que volaba de fiebre, la nena de pocos años balbuceaba, delirando, el médico la alzó y la llevó corriendo al baño y la puso debajo del chorro frío de la canilla de la ducha. En el camino la nena manoteó el Fortunato y ya no lo soltó. Recuperada de esa fiebre, vio el muñeco en su mesita de luz cada noche, antes de apagar el velador. Poco después de cumplir los 17 quedó embarazada. Su madre le hizo tirar el muñeco, segura de que si lo seguía mirando, el niño que esperaba iba a nacer igual de horrible. A ella le apenaba mucho la idea de tirarlo, intentó regalárselo a su hermana menor y después a los chicos que vivían al lado, pero se lo rechazaron. Entonces se le ocurrió devolvérselo al médico para que lo volviera a poner en esa repisa. La idea le pareció genial y hasta sintió como un viento o como si hubiera descubierto un secreto.

Lo malo fue que el médico había muerto hacía dos años. Su hija menor, que atendía en el mismo consultorio no quiso saber nada con Fortunato de la suerte y la mujer de tonada guaraní, notó con cierta pena que el muñeco volvía a sus manos una y otra vez, indefectiblemente.

A mí me aterrorizaban esos ojos entrecerrados de sonrisa maldita, de niño viejo. El pelo rubio parecía de verdad y lo hacía mucho más repugnante. Era de goma, y las pocas veces  que me animé a tocarlo (desafiado por mi hermano) lo sentí frío y asqueroso. Un diente le sobresalía, tenía pecas y una especie de poncho que le daba un aire de equeco. La mujer de tonada guaraní se llamaba Felisa y nos cuidaba cuando éramos chicos. Muchas veces nos llevaba a su casa. Nos encantaba ir, pero estaba Fortunato. Cuando nos quedábamos a dormir, yo pensaba o soñaba que Fortunato nunca dormía. Entonces Felisa me contaba otra vez la historia del muñeco y eso me calmaba.

No recordaba nada de todo esto, hasta ayer, que vino mi hermano con Fortunato en una caja de zapatos. No puede ni pretende entender cómo ni porqué apareció en su casa entre juguetes viejos. A mi sobrina le da miedo y él no quiere tirarlo, por las dudas, dice, y me muestra las palmas de sus manos como una barrera a cualquier posible respuesta. Me jura que ya lo publicó en Mercado Libre y que a lo sumo en un par de semanas se lo llevan. Lo vende a 800 pesos, aviso por las dudas.

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