Entrevista a Ayelén Beker, la primera cantante trans de cumbia santafesina.

Nació en octubre del 89, es la menor de cuatro y, a la misma edad que renunció a soportar los ataques en la escuela, tuvo una epifanía en primera persona: “Desde siempre pensé que era la única a la que le pasaba lo que a mí; por lo menos hasta los 13 años, que fue cuando en un boliche vi por primera vez a una chica trans. Yo ni sabía ni que existían las personas trans, y quedé fascinada. Recién en ese momento entendí que yo no era anormal”.

En Barrancas, a 85 kilómetros de Rosario, donde nació, Ayelén armaba escenarios con montañas de yuyos y en donde pudiese, vistiéndose con la ropa que no podía usar en otro lado, donde se mandaba sola y tributaba a Thalía o Christina Aguilera, escondida de las miradas duras de la familia: “Yo era libre cuando jugaba, cuando me subía a la terraza de mi casa a vestirme de mujer y a dar shows imaginando al público abajo, mirándome. En ese momento me sentía una loca, pero ahora estoy tan cerca de todo eso que no lo puedo creer”, dice, riéndose.

Los 90 no fueron justamente la época de la deconstrucción. En ese contexto hostil creció Ayelén, intentando aclarar para sí de qué forma asumirse (“con la inocencia de los chicos pensaba que cuando muriera mi mamá yo iba a poder vivir como mujer”) y, a la vez, obligada a lidiar con los prejuicios de sus propios familiares: “con uno de mis hermanos estuvimos años sin hablarnos, por suerte hoy ya nos llevamos bien entre todos.”

Es lógico pensar que si el propio seno íntimo se la hizo difícil por querer parecerse “a lo que soñó de sí misma” (La Agrado dixit), socializar también significaba un desafío indeseado. Ayelén lo sufrió en el aula: “Para mí era un calvario ir a la escuela”. Tanto que cuando terminó séptimo grado decidió no ir más. Y a esa tampoco se la dejaron pasar así nomás: “Por ahí te trataban de burra en vez de comprenderte, pero por suerte eso fue cambiando y hay más conciencia de que, por lo menos, existen nenes trans. Crecer bajo la agresión constante te hace llegar a creer que todo el mundo te quiere lastimar y que te van a rechazar en todos lados, terminás siendo como un perro golpeado que vive atajándose”.

Después de aquella revelación a los 13, empezó su transición. Y, con las extensiones y las hormonas, llegó la primera gran victoria. Se acuerda: “Al hacerme trans no dejé de ser la persona que era, solamente elegí una forma de sentirme bien y ser feliz. Y es más, desde ese momento no sufrí más algunos maltratos que recibía siendo gay”.

Parecía, por fin, que los problemas se apagaban, pero no. Porque para la población trans la sociedad no habilita las posibilidades que sí hay para la gente cis, y esa adolescente que recién estaba pudiendo salir de una infancia difícil no pudo escaparse de una adolescencia también sufrida. Tuvo que salir a laburar de noche y no pudo zafar del consumo problemático de drogas, aunque con la fortaleza que ya la caracterizaba a su corta edad, la pasó. Y hasta se puso a pensar en las demás: “Cuando pude dejar de trabajar, en un momento en el que había mejorado ya la relación con mi familia y todo, me llevaba a vivir a casa a las chicas que la estaban pasando mal. ¡Tenía un Rincón de luz!”, dice entre risas. Si todo sigue bien, ya fuera de joda, sueña que le gustaría abrir un hogar de tránsito para infancias trans. Mientras, agradece las ayudas que encontró en el gobierno de la provincia. desde donde le brindaron trabajo en el nuevo Centro de Día para la Población Trans en Rosario y la gestión de una gira de prensa, por ejemplo: “Es una suerte que en ciudades como Santa Fe y Rosario existan las leyes de cupo laboral trans, aunque es una necesidad que tenemos a nivel país”.

Aunque Ayelén ya se había animado a empezar a caminar en lo que quería para sí y hasta había visto activarse en ella el sentir sororo, el haber sido juzgada prácticamente a cada paso de su vida se imprimió en su personalidad en forma de timidez, contra la que tuvo que pelear como pudo en su momento, pero mucho más empoderada desde un tiempo a esta parte: “Agarrando changas en distintos bares de Rosario, desfilando, de a poco me fui animando a cantar temas de Charly y de Spinetta, pero me tenía que poner en pedo sí o sí, era la única forma. Una vez que fui ganando confianza, me anoté para estudiar comedia musical en el teatro El Círculo, en donde aprendí un montón pero donde también volví a sentir el rechazo de mis compañeros, que me destrataban, me elegían de última para los ejercicios y esas cosas”.

Cada vez que enumera alguno de esos malos tratos, resalta con una paciencia ejercitadísima que, de cada una de las malas, trató de salir fortalecida. Y, a esta altura, está bien segura de qué es lo que quiere y qué no: “A través del arte trato de mostrar que como cualquier persona tenemos derecho a soñar y a no ponernos un techo en lo que nos propongamos.”

Esa consigna la llevó hasta el escenario mismo de Pasión de Sábado, meca de la música tropical, en donde cantó un clásico de Gloria Trevi, “Todos me miran”, uno de los cantos de guerra de la comunidad LGBTI contra la discriminación: “Me trataron de la mejor forma posible, desde la familia de Pasión hasta los demás músicos que me pedían fotos y la gente que me llenó de mensajes las redes sociales.”

Aunque sus primeras actuaciones como cantante fueron con clásicos del rock argentino, como “Seminare”, la oportunidad de Ayelén llegó con hits del siglo XXI, momento en el que la cumbia también alcanzó el status de institución. Tanto así que, también con versiones de Grupo Cali o de Los Lirios, entre otros, Ayelén Beker y su banda ya tienen confirmado su lugar para tocar en la Fiesta Nacional de la Cumbia Santafesina en noviembre: “Con la cumbia entrás directamente a las casas, me llegan videos de chiquitos cantando y bailando con mis videos y no lo puedo creer”.

Fotos: Mauricio Centurión.

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