1 miligramo de ergotamina, 100 miligramos de cafeína, 1 miligramo de clorfeniramina, 400 miligramos de dipirona, y 7,5 miligramos de metoclopramida. Eso contiene un Tetralgin, la pastilla que tomo para los dolores de cabeza. Es redonda y blanca, como cualquier pastilla, pero su efecto es milagroso: la resurrección. La quiero tanto que le escribí un poema. Aunque prefiero mis pastillas de éxtasis. Cada vez que saco una del bolsillo, como una reliquia o un frágil bebé, pienso en los que hace décadas guardaban en sus bolsillos una pastilla de cianuro; pienso que nací en una generación más banal, que en vez de tragarse una pastilla para enfrentar la muerte, las usa para alcanzar un poco más de intensidad y escapar del tedio.

La “literatura médica” registra más de 300 tipos de dolores de cabeza, que van desde un malestar tolerable hasta martillazos que duran días. Conozco el mío a la perfección: empieza con una molestia detrás del ojo derecho. Sigo viviendo como si nada hasta que esa molestia se transforma en la patada de un animal encerrado en el cráneo. En un momento solo pienso en dolor. Lo que sigue es un período de agonía en el que busco escapar como sea de la luz. Acostado, hago presión con los dedos sobre la frente, sobre el cuero cabelludo o la nuca, trato de encontrar una posición en la que el martirio parece atenuarse. La única forma de atravesar un dolor de cabeza es retirarse de la vida por un rato. Una vez que aparece, hay que obedecerlo, no se puede hacer otra cosa. Es lo que le pasa a un migrañoso célebre, Friedrich Nietzsche, en septiembre de 1872: “Domingo.  Me despierto con dolor de cabeza. Mi ventana da al Wallensee: el sol sale por encima de sus cumbres en parte cubiertas de nieve. Desayuno y camino un poco más por el lago. Luego a la estación (…)Viajo hasta Chur, en segunda clase, pero con un malestar que continúa creciendo, a pesar de una vista especialmente suntuosa –el lago Ragaz, etc. En Chur me doy cuenta de que es imposible que pueda seguir el viaje, rechazo la oferta del empleado de correos y me retiro rápidamente al Hotel Lukmanier. Allí me dan una habitación con una buena vista, pero rápidamente me meto en la cama”.

Tal vez los dolores de cabeza sean hereditarios. Recuerdo las agonías de mi papá, tumbado en la cama de una pieza en penumbras, con un pañuelo de tela mojado sobre la frente, respirando como una ballena. Cuando volvía de ese dolor parecía un santo, tenía la bondad de los que sobreviven a algo. También es cierto que los dolores de cabeza son la respuesta de nuestro organismo a algún tipo de obvia o secreta insatisfacción. En periodos de felicidad desaparecen.

Este año escribí bastante poco. Durante meses tuve una vida ajena, como si alguien que no conozco hubiera ocupado mi cuerpo con un plan de acción que excedía mi voluntad. Hice todo lo que él quería. Durante ese lapso no tuve ni un solo dolor de cabeza. La semana pasada, de repente, me senté a escribir otra vez. Y unos días después la cefalea volvió.

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