La intimidad es algo más que la cercanía entre dos o más cuerpos. Dos personas que se tocan en una fila, en el amontonamiento de un colectivo, un subte o un recital, no llegan a ninguna intimidad –aunque eso no quiere decir que no podrían hacerlo–. La intimidad estaría, más bien, en la conmoción del contacto. Y si a veces asusta, es porque ese contacto es una forma de salirse del propio cuerpo. En la intimidad uno deja de ser un conjunto cerrado. Un cuerpo que abraza a otro de frente o de atrás, dos caras que se tocan como si buscaran meterse una dentro de la otra, unas manos que intentan traspasar otras manos: lo íntimo es la necesidad de romper la unidad.

La intimidad tiene más de una forma. En un ensayo sobre la canción, incluido en Confabulaciones, John Berger escribe: “Tendemos a asociar la intimidad con la cercanía, una cercanía con cierto número de experiencias compartidas. Pero completos extraños, que nunca se dirían una palabra, pueden compartir una intimidad. Una intimidad contenida en el intercambio de una mirada, un movimiento de cabeza, una sonrisa, un encogimiento de hombros. Una cercanía que se extiende por un segundo o por lo que dura la interpretación y la escucha de una canción”. Siempre pensé en esas otras formas de la intimidad. Todos las experimentamos. Me pasó esta semana. El miércoles, en la sala de espera del odontólogo. Una mujer y yo estábamos con la cabeza levantada, mirando la pantalla de un televisor que pasaba un programa intrascendente de chimentos. Uno de los panelistas hizo un chiste malo y la mujer y yo nos miramos y nos reímos como dos chicos. Por dos segundos estuvimos tan cerca. Después cada uno volvió a la cueva de sí mismo. Esa misma intimidad con extraños aparece más de una vez, cuando se mira a ciertos desconocidos en la calle, por ejemplo. Como el poema de Saer “Encuentro en la puerta del supermercado”, donde una hija le reprocha a su madre el haberla mandado al supermercado, porque en ese lugar se cruzó con los ojos de un extraño, en los que vio “la intuición de otro mundo o de otros mundos”.

A veces la intimidad no existe, es algo que se busca con desesperación. En un viaje por Italia, John Cheever anota en su diario: “¿Qué clase de ternura es ésta, tan anhelada que anula mi sentido común? ¿Qué es esta misteriosa necesidad? En un atestado autobús romano a última hora de la tarde, alguien roza accidentalmente mi hombro. No me vuelvo para ver quién es, nunca sabré si fue un hombre o una mujer, cura o prostituta, pero ese suave roce despierta en mí tal deseo de ternura servicial que lanzo un suspiro, me tiemblan las rodillas”.

No sé cuándo aprendí la intimidad, no hay fechas exactas para esos aprendizajes, y tal vez esas cosas se aprenden siempre otra vez. Pero hace mucho tiempo, alguien me besó, y después, respirándome encima, empezó a tocarme la cara como si quisiera asegurarse de que yo estaba ahí, frente a él. Estuvimos unidos durante años, hasta que un día nos despertamos y nos miramos como dos desconocidos.

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