“Así se acaba el mundo, no con un estallido sino con un lamento”

Todo se cae alrededor, además de mi turgencia mental y física. He tenido que llevar casi diariamente un bastón, porque, aunque un día no me duelan, por una rara suerte, ni las rodillas ni las piernas, aferrarme a un palo que me obliga a esta erguida, me tranquiliza y me da seguridad. (Y me gusta enarbolarlo para dar un saludo o una amenaza, algún día podría romper un par de tobillos al dejarme llevar por el entusiasmo). 

Las cosas se caen. Los negocios de siempre de pronto cierran sus puertas. Ventas de ropa, de electrónica, bares. Recorrés las calles y ves las puertas cerradas o el consabido “liquidación por cierre”, frase terrible. También estos negocios están vacíos. Y las cifras que te cuentan por televisión o por los diarios. Aumento de los precios de los alimentos, aumento de la pobreza, paritarias que parecen estar peleadas entre seres humanos y máquinas llenas de indiferencia y desinterés.
El trabajo incansable de la segunda ley de la termodinámica acerca a las cosas, ya no al desorden, sino al caos. Un placard puede salir 6 mil, 8 mil o 25 mil. Para comprar algo, tenés que andar y comprobar que la gente cobra por las cosas lo que quiere y lo que puede, y no tiene nada que ver el precio de un espejo para tu casa nueva en un lado u otro. En una cristalería del sur sale 4 mil lo que en un negocito de Salvador del Carril sale mil. El mismo espejo, de 0,80 x 1m.

Las personas se caen. Se deprimen: no puedo darle a mis hijos la vida que merecen. Se envilecen: te cuelgan el aparato del aire acondicionado y te dejan colgando los cables de manera desprolija: “que los arregle su electricista”. Se sienten a la intemperie, desprotegidos: en un curso que da una bailarina entran 30 y antes de fin de mes se van 24. Y no te avisan. Tenemos que abandonar el alquiler de una casa y volver a la casa de los viejos, los que tienen suerte de tener viejos que te quieren y te bancan. Porque hay muchos que no pueden tener ese recurso, ya que “los viejos” no pueden, no tienen, necesitan ellos una ayuda.

Los jóvenes se quedan sin futuro. Hubo un encuentro de estudiantes de Ciencias Políticas en la UNL y esperaban muchos más que los 35 que fueron.

Y así y todo, la vida sigue. Nos decimos: no perdamos la alegría, no perdamos la esperanza. Pero el horror, la angustia de no poder llegar a fin de mes, de no poder darles de comer lo suficiente a tus hijos, por mucho que comprendás que no es una situación individual, que no se trata de que no servís para nada, que hay un gobierno que trabaja para humillarnos y sacarnos hasta la última gota de dinero y de dignidad; digo, esa angustia, te mata.

Pues inevitablemente es tu responsabilidad, te lo han dicho tantas veces, hacete cargo de tus decisiones, de tu familia, para qué tenés hijos si no los podés mantener. Y te partís en dos: por un lado sabés que se trata de políticas de hambrear al pueblo y compensar a los millonarios. Por otro lado, el Estado no viene a palmearte la espalda para decirte: la culpa no es tuya, es de todos. No lo podés evitar, la culpa también es tuya. No te deja dormir de noche. No te deja disfrutar de nada. No te permite, siquiera, respirar.

El futuro es un paredón negro, interminable, es la muralla china que te separa de la vida.

En este punto, querría decir que salir de esto es tarea de todos, pero no puedo. Hoy no lo creo. Hoy no creo en nada.

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