Ocupada en la campaña, la dirigencia política parece no tomar nota de cómo la crisis acelera su paso.

El año electoral está desatado mientras la ciudadanía vive con angustia diaria el desmoronamiento irreversible de la economía, cuya traducción más reciente es un almacenero que no te vende más de una caja de leche porque no sabe si le va a alcanzar la plata para reponer la mercadería. Para qué hablar de la venta de autos, los despidos, el cierre masivo de comercios, los precios de la nafta, la yerba, los medicamentos. Excepto en el mundo de los implicados o de los intensos, la serie de elecciones provinciales y nacionales queda en un plano muy distante de la fatal imposición de la crisis. Si no tenés guita no pensás en otra cosa, menos en sonrisitas de poliéster y camisas en colores pasteles. Las elecciones se alejan del interés de los votantes a medida que se acercan en el tiempo, porque con el paso de las semanas la malaria se acelera exponencialmente.

2, 4, 8, 16, 32… Decimos “exponencialmente” con todo rigor: la crisis está acelerando su aceleración. Los acontecimientos suceden cada vez más rápido y no hay narcótico –la tasa de interés, una enésima mala versión de Precios Cuidados, otra millonada de deuda externa más– que frene un desastre de manual. Qué destino de idiota es repetir. El grueso de la bibliografía de cualquier cátedra de historia argentina de cualquier carrera de ciencias sociales de cualquier universidad pública –incluyendo factorías de conservadores como Económicas o Derecho– muestra cómo las medidas que tomó este gobierno ya habían sido la causa de dos hecatombes anteriores. Y también explica nuestra historia cómo funciona el paso de la crisis.

En cuatro meses la vida se deterioró casi tanto como en un año entero, el 2018, que a su vez significó un derrumbe equivalente a la suma de 2016 y 2017. Es una aproximación esta sentencia, sirve para indicar que falta muchísimo, demasiado, para llegar octubre.

Ya veterano, Eduardo Duhalde estampó de forma paradigmática en 2016: “Los dirigentes de mis generaciones han fracasado. La palabra es fracaso. Hace 19 años, me llamó el Negro Oro y se me escapó lo que yo pensaba: ‘Soy parte de una dirigencia de mierda’. Pasaron unos años y me volvió a llamar. Y le respondí que está peor. Esa dirigencia no estuvo a la altura”. En ese entonces, y hasta que la burbuja financiera de Cambiemos explotó, bien entrado el 2018, la enorme mayoría de dirigentes opositores de todos los colores –y buena parte de la cool intelectualidad política porteña– se babeaba como bovino con la sola foto del proceso político de Cambiemos.

Contra toda la bibliografía que seguramente leyeron de jóvenes, se empeñaron en hablar con “Susana” y “Alberto” y sacarse selfies, adoptando un lenguaje y una estética que no les corresponde. Ahora respiran un poco y le pegan en las costillas al que sale tercero en todas las provincias. Qué valientes.

Pero no es esa la principal miopía. En 15 años –es decir, cuatro períodos electorales– podemos estar habitando alegremente en la combinación apocalíptica de una catástrofe ambiental de escala jamás vista, la disolución por fuerza del nuevo capital tecnológico de la principal identidad social de la era moderna, el trabajador asalariado, la explosión de los mecanismos digitales de control, seguimiento y manipulación hasta biológica de la población y la consolidación definitiva de los despotismos militares imperiales. Precariedad e incertidumbre se conjugan perfecto con violencia política autoritaria.

Guardá ese párrafo para cuando seas más viejo, volvamos a menesteres más pedestres, como algunos centenares de miles de sureños, cordilleranos y litoraleños votando mientras sollozan sobre la boleta del gas.

Dame un refugio

Armemos una hipótesis para la tanda de domingos de electorales.

El primer dato es la ubicación de tercero cómodo de Cambiemos en todas las contiendas y las sonoras derrotas de los candidatos PRO cuando van a internas (caso MacAllister en La Pampa). En las elecciones de medio término se discutía cuántas provincias más iba a ganar Cambiemos en 2019. Todos temblaban, embobados con la foto, indiferentes a la película. Los pingos del gobierno nacional, que fueron celebradas y arrolladoras fijas en el 2017, ahora no juntan ni un tercio de las preferencias. Lo que es peor: desde la Casa Rosada les sueltan la mano de manera explícita, como si eso no tuviera efecto político en los militantes oficialistas de las otras provincias o en el camino de vuelta, cuando haya que poner el cuerpo para bancar en las nacionales. Uno a uno los derrotados denuncian haber quedado solos o confiesan que Mauricio es la peste, enfermedad que a tiempo percibieron los aliados radicales de Mendoza y Jujuy, que adelantaron sus elecciones, mal que tuvieron que abrazar obligados María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta.

Malvinas, la Bersuit, Cavallo y un sueño

El segundo dato es, justamente, las reválidas para los oficialismos provinciales. Se dice que en épocas de bonanza los partidos gobernantes ganan y que en épocas de crisis triunfan las oposiciones. Pues en 2015, con crecimiento, casi pleno empleo y lanzamiento de cohetes, perdió el oficialismo nacional y en 2019, con una de las tres peores crisis de la historia de la democracia reciente, están ganando todos los oficialismos provinciales. Esto sí que es Argentina.

La hipótesis: los electores reconocen a los oficialismos provinciales en su diferencia respecto del gobierno nacional. Encuentran en sus provincias un punto de anclaje ante el vendaval que desató Cambiemos por todo el país. Los gobiernos provinciales parecen ser el reaseguro, el refugio en las tormentas. De allí la combinación: triunfo de los oficialismos, repudio a los candidatos alineados con la Nación. El corolario de esta proposición: en la elección nacional, poco, muy poco debería poder rascar Cambiemos de todos aquellos votantes que no lo apoyaron y no votaron a sus candidatos provinciales. Se verá.

¿Y por casa?

Las primarias están al caer en nuestra provincia, el escenario es completamente diferente al de 2011 y 2015, porque José Corral no es Miguel Torres del Sel.

La pregunta fundamental a nivel local es a quién van a votar los reutemanistas, los fundadores del PRO en Santa Fe, los militantes de Cambiemos de siempre, los amigos de Juanchi Mercier, la tradicional derecha santafesina. Es la clave principal, sobre todo porque tienen de candidato a un tipo que supo calificar varias veces de inundador al Lole y cuya fuerza adhirió al aborto públicamente y en el Congreso. Pasearse con Patricia Bullrich no borra ese pasado.

La segunda clave es qué va a pasar con los radicales que reniegan de Cambiemos. Al fin y al cabo, por primera vez en mucho de una década tienen un candidato propio, Corral, que va a llegar a las generales. Y esa es la debilidad principal del Frente Progresista. En 2011 y 2015 era el peronismo el que estaba dividido: una parte estaba en el PJ, la otra con el macrismo. Reutemann exhibió esa división y laudó en consecuencia cuando en 2011 sentenció “soy peronista, pero no kirchnerista” y le drenó una banda de votos a Agustín Rossi en favor del Midachi. En 2019 es el Frente Progresista el que se dividió, mientras que el peronismo se muestra unido por primera vez desde 2007. ¿Perderá el Frente su pelito por arriba del tercio, que siempre lo llevó al triunfo? ¿Se cumplirá en Santa Fe la hipótesis de los oficialismos como refugio? ¿Seguirá reteniendo Antonio Bonfatti una buena parte de los votos que acumuló en 2015?

La tercera clave se dilucidará después de las primarias. ¿Contendrá el PJ a todos sus votantes? ¿Cuánto kirchnerista no peronista se deglutirá un Omar Perotti en la general? ¿Y a la inversa, qué harían los sectores más conservadores con la figura de María Eugenia Bielsa?

Vuelta al desierto

Cosas escritas para implicados o intensos. Más cerca, millones de personas no tienen más plata en la segunda semana del mes. Más lejos, estamos ante el abismo de una transformación rotunda de la vida de la especie en las próximas décadas. Las campañas electorales, la clase política, parecen avanzar como si no tuvieran en cuenta ninguno de esos horizontes. Nadie quiere una crónica más sobre los horrores económicos, la realidad ahoga y es insoportable, más cuando te taladran el cerebro un jingle o el video numero mil de un candidato jugando a los pobres. Se necesita una esperanza nueva, una palabra distinta que quiebre el silencio, que rompa la equivocada, amarga, duhaldista y peligrosa sensación de que es la democracia la que fracasa.

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