Las pérdidas

A Analía G.

Hoy vi llorar a una mujer como si fuera una nena. Se tapaba la cara; el dolor, pero también cierta vergüenza por estar demasiado expuesta en su sufrimiento, la hacían encorvarse en la silla, como si fuera un animal suelto en una sala vacía y muy iluminada. La mujer había perdido a un amigo, acababa de enterarse. Después vi a un hombre que la abrazó para consolarla, pero también él lloraba como un nene. Dos personas más grandes que yo, que de pronto volvían a tener siete años y no estaban preparados para la crueldad de este mundo. Perdemos amigos, perdemos cosas, pelo, dientes, ciudades, padres, hijos. Nadie es más consciente de las pérdidas que nosotros. Aunque estemos acostumbrados a perder, aunque sea un aprendizaje que debemos hacer a la fuerza, hay pérdidas de las que tardamos en recuperarnos, y otras de las que nunca, tal vez, nos recuperaremos.

Mi vecina perdió a su hijo en un accidente, no había alcanzado los veinte años. La cara hermosa de ese adolescente sigue en un portarretratos, sobre la mesa del living, siempre con unas flores. Pero eso no le alcanza a mi vecina para sobrevivir. Una imagen no es suficiente. Por eso conserva muchas de sus cosas, y las mira de vez en cuando; le habla en voz alta cuando está sola en su pieza, le pide cosas como si fuera un santo. Pero también lo revive. La cabeza de los humanos es una máquina asombrosa, graba todo lo que mira y escucha, lo registra de forma casi automática, y cuando de pronto pierde algo, se protege a sí misma: reproduce lo que perdió hasta la infinidad, lo rescata y lo multiplica. Mi vecina sueña con su hijo: lo ve usar ropa que nunca tuvo, tiene otro corte de pelo, le parece más alto. Actúa como si nada hubiera pasado, es indiferente a la tragedia, como todos los vivos. Es cierto que a veces esa máquina de resguardo falla, reproduce lo que puede, sobre todo en los sueños, donde su funcionamiento es caótico. Algo de eso anota Nabokov en Habla, memoria, sobre los sueños con muertos: “Cada vez que los veo en mis sueños, los muertos parecen silenciosos, preocupados, extrañamente deprimidos, muy diferentes a su querida y alegre forma de ser. Los encuentro, sin el menor asombro, en lugares que jamás visitaron durante su vida terrena, en casa de algún amigo mío al que nunca llegaron a conocer. Se sientan aparte, mirando ceñudos al suelo, como si la muerte fuese una oscura mancha, un vergonzoso secreto de familia”.

Frente a lo que desapareció, el sueño es un mecanismo tal vez precario, pero poderoso. Como la memoria, que no sólo puede hacer retornar las cosas perdidas, sino que tiene el poder de proyectar, en cualquier momento, recuerdos inesperados, que aparecen increíblemente por primera vez, como si los hubiese almacenado en su caja negra, para el futuro. La mujer que hoy vi llorar todavía no lo sabe. Pero un día estará de pie sobre el césped, al rayo del sol, o sentada entre los que esperan en un banco, y verá volver, en una imagen nueva, a ese amigo que perdió.

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