La postulación de Alberto Fernández altera el juego: ofrece una esperanza que no significa volver al mismo pasado con el que Cambiemos azuza el temor de sus seguidores. La grieta seguirá estando allí, pero ya no tendrá los mismos términos que quería el gobierno y que después de una década agobian demasiado.

Tras el anuncio del sábado 18 de CFK, la mayor parte de los análisis volvieron a caer en el uso de uno de los conceptos más erróneos para caracterizar los últimos años de la política. Se dijo: es una fórmula que cierra la grieta. Como si la grieta existiera y como si, además, se pudiera cerrar.

Los mismos que dicen que se terminó la grieta son los que en otro tiempo hablaban de cómo había que hacer para triunfar en una supuesta batalla cultural. Como si, también, esa batalla fuese tal y como si, de haberla, se pudiera obtener una victoria definitiva.

Con esos conceptos equivocados se puede llegar, de todos modos, a conclusiones razonables. Nadie puede negar que Alberto Fernández es un candidato que no carga con el mismo rechazo macizo que una porción no menor de la sociedad tiene a flor de piel apenas escucha a la yegua. Y cualquiera puede afirmar que la estrategia del oficialismo quedó pedaleando en el vacío y que tendrán que recalcular su continuo discurso del miedo.

El discurso completo de CFK: «Primero la patria, después el movimiento y por último, una mujer»

Pero lo que la grieta verdaderamente es continuará existiendo siempre –es probable que se vaya ahondando cada vez más– y la batalla cultural es muchísimo más que ganar un debate, hacer más y mejores memes que el otro, repartir más volantes, hacer videos más épicos, tener mayor cantidad de medios de comunicación. Las transformaciones simbólicas no se deben a discursos captando conciencias, se deben a dispositivos –prácticas y palabras coordinadas en instituciones, organizaciones, grupos humanos– creando nuevos sujetos.

Puesto en un ejemplo histórico: el peronismo no se produce porque Perón era un gran orador que hizo que los trabajadores se asumieran como un sujeto histórico. En todo caso, primero hay toda una serie de dispositivos –desde la escuela a la introducción de la manufactura mecanizada– que van forjando a esa masa trabajadora hasta que explota como tal en el peronismo. Dicho en términos más recientes: la última oleada feminista, que estalla con el Ni Una Menos en 2015 y cuya masividad también sorprendió como si fuera un 17 de octubre, ¿se explica mejor por un grupo de artistas mujeres que hicieron una convocatoria eficaz con un hashtag de Twitter o porque ya se habían producido varias decenas de encuentros nacionales de mujeres? Y la pregunta ni siquiera indaga en los efectos de las moratorias previsionales en la independencia económica de la mujer o de la megadesocupación de los 90 en el rol hogareño de los varones.

Un cambio cultural no se hace por convencimiento de conciencias, por voluntad militante o por mero taladrado cerebral de los medios, requiere procesos mucho más profundos que actuar sobre las meras opiniones.

Comprender esa diferencia, y los tiempos históricos específicos que implica, es la única forma de generar, si es posible, un nuevo modo de digerir algo que, al fin y al cabo, nunca se disuelve: las contradicciones económicas en el capitalismo y el conflicto social que en ellas se entraña. Esa lucha, que como eco ahora se llama “grieta”: la forma actual de conflictividad que se irá agravando por las características propias que ha tomado el espacio público.

La sustitución del debate cuerpo a cuerpo por el debate digital resguarda nuestra seguridad física cuando decimos la peor y más ofensiva de las gansadas. ¿Parece poco importante ese cambio? Haciendo más largo el periplo: se debatía de una forma cuando sólo teníamos periódicos y volantes, de otra forma cuando apareció la radio y de otra cuando apareció la TV. Ríos de tinta hay escritos sobre el tema, los suficientes como para no obviar que el soporte a través del cual discutimos no es un mero accidente de la discusión: es un aspecto sustantivo del modo en el que discutimos.

Cuando la lucha de clases en democracia se expresa a través de las redes digitales, la gramática de cualquier debate será siempre propiedad de los trolls, hasta que se construya otra cosa. Esa es la condena de la época, esa es la razón por la que no volveremos nunca más a la pax babeante del tinellismo, etapa superior de la videopolítica de los 90, esa es la base para entender por qué lo que aquí llamamos grieta también se replica en el país que se busque (Brexit, Trump, Bolsonaro, como puntos resonantes) y en el tema más idiota que se observe, como las reflexiones más disparatadas sobre el final de una serie con dragones.

¿Demasiado lío para hablar de la sorpresa del sábado? Ni tanto. Sólo una advertencia, para no seguir repitiendo las limitaciones. Así como el incendio del 2001 no disolvió al sujeto y la cultura creados por el menemismo –a las pruebas del macrismo hay que remitirse–, el destacable éxito táctico de postular un candidato que reconfigura el tablero electoral no quiere decir, bajo ningún aspecto, que todo este azote de miseria que estamos padeciendo deje de estar sostenido por la alegre adhesión de una muy buena parte de los argentinos. Estos años también quedarán impregnados en nosotros.

Aire fresco

El miedo y la esperanza son las claves de la construcción de una hegemonía política en la democracia. Crear un miedo y ofrecer una esperanza son los mecanismos elementales para que el pueblo delegue su potencia transformadora en una clase política, confiando su poder en esa clase. Amansan, dan gobernabilidad, construyen poder.

¿Esperanzas fuertes de qué cosa, señor presidente?

Desde su discurso de apertura de sesiones legislativas de este año, Macri expuso que sólo puede ofrecer más represión y más ajuste. No tiene nada más para ofrecer. Nada, excepto el miedo a lo que él llama “volver al pasado”. Sólo con miedo no se triunfa (aunque se puede quedar muy cerquita, como le sucedió a Daniel Scioli en 2015). En 2017, el macrismo tenía una débil esperanza, pero esperanza al fin, para ofrecer. Todavía olía a nuevo Cambiemos. Por eso ese fue el voto de “darle un tiempo”. El reverso de dar un tiempo siempre es poner un plazo. Al plazo, Macri se lo quemó ya con la reforma previsional. Después todo fue en picada.

Hasta el sábado, la única esperanza que podía ofrecer CFK era, inevitablemente, el mismo pasado con el que Cambiemos construye miedos. La fórmula era perfecta para el macrismo. Lo que logró CFK el sábado es, justamente, construir una nueva esperanza. Alberto, el artesano de la unidad. Alberto, el fundador del nuevo contrato social. Alberto, tiene bigotes y es mesurado. Alberto, crítico pero convencido. Alberto, el de Néstor. Alberto, el que conversa con todos. Alberto, el que cierra las heridas con los poderes reales. Alberto, el timonel para la crisis. Alberto, lo-que-quieras: no importa tanto el contenido de la palabra esperanza. Importa el calificativo: es nueva. Y nace con una parva de votos atrás.

Ya no damos más

Al ser nueva, esa esperanza cambia las reglas de una discusión que ya tiene una década. En todo ese montón de tiempo se explica el agobio que provoca lo que mal se llama “grieta”. Vamos a seguir igual de intensos como ahora, no tenemos herramientas para evitarlo. La política seguirá abrevando en las feroces fricciones continuas, sólo que lo hará con nuevas reglas y con otros temas, porque Alberto trae un nuevo capítulo a esta serie que nunca se termina y eso es algo que Macri ya no puede ofrecer.

Esa es su fatalidad. No sólo está impedido por su propia existencia. El desafío prácticamente irresoluble para Cambiemos es el de cómo ofrecer una nueva esperanza. Peor aún: en este presente, Cambiemos no puede ofrecer ninguna esperanza. ¿Qué horizonte potable hay en “hacer lo mismo, pero más rápido”, como dice el presidente?

CFK les corrió el arco. Puede Cambiemos seguir hablando de la pesada herencia, a Alberto no le pertenece. Tienen que pasar a hablar del futuro, de un futuro posible a partir de políticas concretas, pero no tienen absolutamente nada para decir excepto que continuar en este infierno es la forma de salir de este infierno. Todo discurso de sacrificio tiene un límite: el número de sacrificados y que estén lo más lejos posible. Cuando las balas ya le pican cerca a La Campagnola, hasta el más Sísifo desconfía.

Alberto sí puede construir un miedo, un miedo bien grande, un miedo que se superpone con cada kilo de asado que dejaste de comer y un miedo bien directo, electoral, menor pero incisivo: Macri mintió o falló en todas y cada una de sus promesas en 2015, 2016, 2017, 2018 y 2019. Macri es el estafador político más grande de la historia argentina. Estafó a su electorado, estafó a sus aliados, estafó como candidato y estafó como presidente. Estafó en sus diagnósticos y en sus pronósticos. No es esta una sugerencia para el discurso del PJ, qué va. Es apenas una descripción.

El peligro

Resta entonces implorar que al badulaque en funciones no se le ocurra declinar su intención de ir por la reelección. No por la supuesta fortaleza electoral de una María Eugenia Vidal, probada solamente por lo que Clarín dice de ella. Macri tiene que ser el candidato de Cambiemos por estrictas razones de gobernabilidad y de estabilidad financiera. ¿Quién tiene el poder si un presidente que puede reelegir se baja de esa posibilidad? ¿Qué peor gesto de desconfianza en la continuidad de ese proyecto político puede hacerse? ¿Con quienes arreglan los timberos, si todo el gabinete tiene fecha de vencimiento?

Inepto para la posición que ocupa, presionado por la ceguera de un radicalismo al que se le drenan todos los cargos a lo largo y lo ancho del país, Mauricio Macri es lo suficientemente irresponsable como para intentar su propio renunciamiento. Sería el broche para el peor gobierno democrático de la historia, la sustitución total de la política pública por el marketing electoral, el final coherente de esta farsa armada alrededor de un caprichito.

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