Hace poco vi Toy Story 3, y cuando terminó lloré (*).

Lloré porque me acordé de mis juguetes y porque como Andy (el niño del film) crecí y me cuesta desprenderme de ellos. Algunos los tengo en exposición y otros guardados, pero los tengo. El asunto es que ya no los uso; y tal vez por eso también lloré.

También lloré por reminiscencia. Me acordé cómo los usaba. De las tardes enteras en casa o en la calle jugando con amigos, las carreras de autitos, el Estanciero... Me acordé del ombú de la cortada en la que vivía, de las escondidas, del campito de la Alem y de mi envidia dirigida a los chicos que tenían el T.E.G.

En fin, me acordé de mi infancia y de lo bien que la pasaba con mis amigos… jugando.
Pero la película no sólo me condujo a mi infancia sino también a Nietzsche y su discurso de las transformaciones. Sobre todo al fragmento que le dedica al niño; aquel que está en condiciones de subvertirlo todo; de transmutar los valores de la realidad y crear otras realidades. Dice en tono cuasi imperativo el filósofo alemán: “Hay que jugar tal como hace el niño. Hay que jugar en serio”.

Jugar en serio. Yo creo que Nietzsche tiene razón. Los niños no conocen otra opción que la de jugar en serio… recuerdo que de chico jugaba solo carreras de autitos y me hacía trampa para que siempre ganaran mis preferidos… y uno hace trampa cuando siente con fervor tanto la victoria como la derrota; cuando uno siente que ganar o perder no es lo mismo.

Pareciera entonces que el ser del niño radica en jugar en serio; que ser niño es serlo jugando de manera comprometida. Con lo que de niños juguemos, de grande añoraremos, y es casi imposible que olvidemos (ya dije que me cuesta desprenderme de mis juguetes).
Siendo más autorreferencial voy a decir que tuve el privilegio de poder jugar con amigos, de tener una pelota nº 5 y botines, juegos de mesa, ATARI y otros juegos electrónicos; padres que me llevaban a andar en bicicleta, a jugar a la pelota, al básquet, al tenis; y que también me acompañaron y apoyaron en todos estos caprichos. Más todavía, jugaba en la escuela… y siempre jugué en serio a todo. Y jugué con lo que tenía a mano para jugar: mis juguetes y juegos que ya mencioné.

Por eso cuando escucho a tantos imbéciles que ligeramente quieren bajar la edad de imputabilidad a 15, 14 o 12 años; cuando afirman que debería haber pena de muerte para los negritos que viven falopeados y con un revólver a la cintura, me pregunto: ¿con qué juguetes jugarán estos pibes?

¿Armas, “paco” y pegamento? ¿Jugarán a escaparle a la prostitución, al trabajo infantil y a la muerte que cuenta hasta 10 y sale a buscarlos todos los días? No lo sé, pero arriesgaría que mi intuición no está muy desviada de esos juegos y juguetes… y ahí sí que hay que jugar en serio y hacer cuanta trampa se te ocurra, porque cuando la parca termina de contar, Game Over y ahí no hay ningún “Continue?”, ya que la muerte también juega en serio y es muy difícil que, en su adultez, estos niños olviden eso, como yo todavía no olvido mi ATARI.

(*) Hace poco vi Toy Story 4 y también lloré en el final. Y recordé esta columna. Hoy volvería a escribirla tal cual la escribí en 2011. Fue la primera Hora Libre en Pausa.

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