Cada vez que paso por una casa que está en mi barrio, pienso en la muerte. Es porque en el frente hay un cerco hecho con ese pino que abunda en los cementerios, cuyas hojas se usan también para hacer las coronas fúnebres de los velorios. La razón de mi asociación mental es olfativa: el aroma intenso y pegajoso que despiden esas hojas. 

Como todos los sentidos, el olfato es indicial, es la señal de otra cosa. Hay un catálogo personal de olores que construimos a lo largo de nuestra vida. Algunos, es cierto, son generales: el olor del cloro de las piletas que significa verano, o el olor de la carne asada, que para algunos significa masacre y para otros un banquete. Pero según la historia personal de cada uno, los olores pueden diversificarse en una clasificación maniática, compuesta por olores demasiado específicos. Le pregunto a una amiga que tengo al lado cuál fue un olor importante para ella: el de las manos de mi mamá, me dice, que era enfermera y tenía impregnado el olor de los medicamentos que le daba a los pacientes.  

Hace unos días, mi hermana me mostró un frasco de perfume que había comprado en una farmacia y me advirtió que al olerlo iba a recordar algo. Era la colonia barata que mi abuela usaba todo el tiempo, y cuando la sentí volví a ver todo: su cuerpo, su piel, su pelo, sus vestidos pero también el juego de dormitorio de su pieza, el cubrecamas rosado, el espejo de su cómoda.  

No es casual que sea la infancia el momento de fijación de muchos olores. En Allá lejos y hace tiempo, G.E. Hudson habla sobre el olfato en los niños: “Estoy convencido de que el sentido del olfato –que parece ir disminuyendo paulatinamente a medida que se envejece hasta convertirse en algo que apenas merece ser considerado como un sentido– se halla tan sutilmente desarrollado en el niño como en los animales inferiores. Y cuando un niño vive en constante contacto con la Naturaleza, los perfumes, los olores, contribuyen a su deleite como todo aquello que le entra por la vida o por el oído. A menudo he observado que al llevar a los niños pequeños por una barranca o a un sitio donde hay tierra húmeda, estos suelen dar rienda suelta a un súbito y espontáneo júbilo. Corren giran, ruedan por el pasto como cachorritos. No me cabe la menor duda de que la causa de su loca excitación es nada más ni nada menos que el fresco aroma de la tierra”. 

Tan personal como la clasificación de aromas es el gusto por ciertos olores. Tenía una prima adicta al olor de la nafta. Cuando íbamos a las estaciones de servicio, en los autos de los grandes, entraba en éxtasis. En una de sus cartas, Flaubert recuerda la debilidad de una de sus parientes por un olor particular: “Los parisinos ven la naturaleza de un modo elegíaco y profético (…) Me acuerdo, sobre esto, de una prima de mi padre, que cuando vino a visitarnos (la única vez que vino) no paraba de oler, extasiarse, admirarse. ¡Oh, primo, me dijo, haz el favor de ponerme un poco de mierda en mi pañuelo de bolsillo, adoro ese olor!”.

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