Esas calles de todos los días, esas tan llenas de tránsito, de luces y ruidos, se apagaron. Lucen extrañas. Desconocidas. Esos semáforos que ahora parecen simples colores que se alternan y a los que nadie ve. Esas vidrieras sin nada que mostrar. Ese silencio que apabulla con estrépito. Ese desconcierto cotidiano. Ese sueño intranquilo que se apaga y se abre. Esa incertidumbre frente a los objetos, los llamados, los chats, los mails, la cena y la taza de café. Ese temor que corretea y se esconde para luego reaparecer de improviso. Esa ciudad nunca vista. Ese bicho que se multiplica, sin decir dónde está. Esa alteración de todo, esa rareza de hoy sin saber de mañana. Esa necesidad de aislarse en medio del aislamiento. Esa angustia que se combate con novedades. Esa planta con aroma a menta que sigue creciendo. Esos sabores que no tienen apremios. Esos pájaros que llegan a la mañana. Esas lecturas tan amigables. Esas amistades tan cálidas y presentes. Esas preguntas por los otros, los míos, los tuyos, los nuestros. Ese cúmulo de emociones. Esas manos que se estrechan desde lejos. Pero nunca dejan de estrecharse. Esa noche que sigue estrellada para arrancarle una señal. Ese aprender en lo insólito e inédito.

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