Altares

En todas las casas donde viví hubo una fe pública y una oculta. Soy hija de católicos y protestantes. Cuando era chica iba los sábados a catequesis y los domingos al culto, hasta que decidí no ir a ninguno.

Lo que más me gustaba de Jesús eran las desobediencias y su mal genio, las giras de rockstar por esa geografía de arenas, montes y mar. Hacía públicas sus acciones, afuera, en la naturaleza, a la vista de todos, entre sabios o entre gente común. En los evangelios apócrifos aparecen escenas de interior, travesuras y magias, como en la que le tiñe de índigo los encargos de ropa a un tintorero de Belén, y luego regenera uno por uno los colores; o como cuando le diseña los muebles al padre en la carpintería, acortando o haciendo crecer madera ante sus ojos; o cuando repone agua de un cántaro roto, en una bolsa mágica hecha con una túnica, y la lleva a su madre que la espera para los quehaceres.

Las curanderas aprenden algunos de sus ritos los 24 de diciembre a las 24:00 horas, fuera de los festejos familiares navideños, en secreto. El culto más oculto de los barrios: mujeres usando elementos hogareños para aliviar. Esa mujer a la que me llevaban en la infancia tenía el pelo largo y canoso y le faltaba un pecho por el cáncer. Había perdido a su hijo en Malvinas y tenía una foto de él rodeada de flores artificiales. Me curaba el empacho entre el antebaño y el lavadero techado. Era un espacio estrecho, lleno de frascos con granos de maíz seco, cuencos de agua, velas blancas, amarillas y rojas, cintas muy usadas y grasientas, botellas grasosas de aceite, ajo, y otras cosas que abarrotaban el lugar. Había olor a comida siempre. A veces volaba una gallina del patio y se paraba en el vano de la ventana de vidrio roto por la que entraba claridad. El gallinero estaba en el patio de material. Atendía en ese lugar: frente a la foto de su hijo muerto, en un no lugar que no era la cocina ni el baño ni el patio.

Lo más extraño y oculto de esas artes que vi en mi vida fue una raíz, un hongo. Lo trajeron con mi madre de unas brujas que consultaron con mis tías en Ángel Gallardo. Lo ubicaron debajo de la cama de mis abuelos, y los alimentaban con vino y té negro. Era un hongo. El hongo kombucha, hoy estudiado en la medicina y consumido como algo natural y potente para limpiar el organismo. El hongo kombucha peregrina de casa en casa, debe darse a un iniciado un poco del agua donde crece para poder criar otro nuevo.

Lo que no me pudo sacar la curandera fueron las verrugas de las manos y las rodillas. Yo me las arrancaba y me salían dos. Me las curó la madre de la vecina, que tenía ojos celestes y era hija de alemanes. Les pasó por encima granos de sal que había que usar y tirar por varios días y así se fueron secando y se cayeron.

Mi abuela me sacaba la fiebre de la cabeza con un plato de agua y un algodón embebido en alcohol; encendía el algodón, lo ponía en el agua del plato y lo tapaba con un vaso. El fueguito hacía un vacío adentro, el agua borbotaba y chupaba el calor de la cabeza. La primera vez que me sacó la insolación yo había venido flechada de la colonia de vacaciones de la Tatenguita. Había tormenta y me curó en el patio. Me pidió que no le dijera nada al abuelo.

En mi casa yo tengo un altar. Es una caja con una figura de una virgen pintada. Tengo ahí estampitas, un pajarito silbador de Jujuy que me trajo un amigo poeta, una muñeca quitapenas boliviana y un tasbih árabe de 33 cuentas, la medallita de la virgen de Guadalupe que encontré el día que supe que iba a tener un hijo, una bolsita de hojas de coca del noroeste, y otras cosas que no voy a contar. Lo que más me gusta de mi altar es que es móvil. Nadie me dice dónde puedo o no puedo hacer mis peticiones y agradecimientos. Mi olor preferido es el palosanto cuando se quema. Le rezo a los lares familiares, los saludo, les deseo que viajen juntos en el colectivo rojo que imaginó mi hijo para recordarlos.

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